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Aunque el interés por teorizar acerca de la obra de William Shakespeare progresó y se consolidó en los siglos XIX y XX, los primeros trabajos de crítica comienzan en la segunda mitad del siglo XVII con las reflexiones de sus propios contemporáneos, Ben Jonson y Phillip Sidney como parte de una práctica crítica aun no del todo sistematizada y algo condicionada por rivalidades internas y conflictos de intereses entre los distintos grupos de dramaturgos. A comienzos de la Restauración monárquica, el Ensayo sobre la poesía dramática (1668) de John Dryden y ya en la primera mitad del siglo XVIII el Prefacio de Alexander Pope a la edición de las obras de Shakespeare (1725) inician una etapa crítica persistente y sistemática de la producción shakespeariana. A su retorno en 1660 la corte inglesa –refugiada en Francia durante los años de Cromwell- trajo consigo una profunda modificación de la estética. La influencia de la literatura clásica francesa se vio en el teatro de la Restauración, cuya estética se forjó en el ámbito cortesano que consideraba “demasiado rústicos” los dramas de Shakespeare.[1] Ya en la primera mitad del siglo XVIII el Prefacio a Shakespeare de Samuel Johnson –heredero del de Pope en muchos sentidos- resume, de algún modo, la actitud crítica del siglo y sus concepciones particulares sobre el arte y el gusto en relación con las obras del dramaturgo isabelino. Posteriormente, el Romanticismo destacó de Shakespeare aspectos diferentes de los que interesaban a los neoclásicos.[2]
Coleridge
Nuestro objetivo es analizar esta diferencia de énfasis en la posición crítica de neoclásicos y románticos ingleses frente a la estética shakespeariana durante la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX. Intentaremos examinar, también, el modo en que los aspectos destacados por ambas corrientes se vinculan con los paradigmas intelectuales y estéticos de cada período. Se tendrán en cuenta, para el análisis, las posiciones críticas de Samuel Johnson como representante del neoclasicismo, y de Samuel T. Coleridge como portavoz del romanticismo.
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En primer lugar, una de las preocupaciones que se registran durante el siglo del racionalismo ilustrado son los excesos en que incurre Shakespeare, no sólo en cuanto a la representación sino también en relación con los usos del lenguaje.[3] Ya la crítica inglesa del período recupera –inclusive a la vanguardia de los románticos- al dramaturgo como faro literario.[4] Al mismo tiempo, tal como lo expresa Pope antes que Johnson, “… with all these great excellencies he has almost as great defects ; and that as he has certainly written better, so he has perhaps written worse, than any other…”. Entre sus peores defectos Pope reconoce, en la tragedia,
… The most strange, unexpected, and consequently most unnatural, events and incidents; the most exaggerated thoughts; the most verbose and bombast expression; the most pompous Rhymes, and thundering Versification.[5]
Así también, Samuel Johnson, retomando las reflexiones de su antecesor en la crítica, condena ciertos excesos de la tragedia shakespeariana. A propósito de King Lear señala que la acción de Gloucester al arrancarse los ojos “…seems an act too horrid to be endured in dramatic exhibition…” y adhiere al juicio de su amigo Warton, quien “(…) remarks that the instances of cruelty are too savage and shocking (…)”. Al mismo tiempo aclara, sin embargo, que “…Our author well knew what would please the audience for which he wrote”, con lo cual distingue los parámetros del gusto isabelino -una época considerada, por muchos críticos ilustrados, primitiva e ignorante- del que caracterizó al siglo XVIII, que tanto enfatizaba el decoro, el equilibrio y la moral en el arte.[6] Esta consideración sobre el gusto llevó a Johnson a defender las modificaciones a King Lear hechas durante la Restauración por el poeta laureado Nahum Tate, quien adaptó la clásica tragedia otorgándole un final feliz mucho más tolerable para el gusto neoclásico y la mentalidad dieciochesca que condenaba los excesos y apelaba a un arte mesurado.[7] Al mismo tiempo, Johnson ya había expresado en 1756 su intención -acorde con el espíritu racionalista- de corregir y regularizar los textos de Shakespeare en su Proposals for Printing the Dramatic Works of William Shakespeare, donde sostenía que un editor de viejos textos debe: “(…) correct what is corrupt, and to explain what is obscure”.