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La conquista española de América significó una verdadera catástrofe demográfica para la población indígena, que en un plazo de medio siglo se redujo en más de un 80 por ciento con respecto al período precolombino. En lo que respecta a Chile, se estima que antes de la llegada de los conquistadores hispanos vivían alrededor de 1 millón de indígenas en todo el territorio nacional, número que se redujo abrupta mente durante el siglo XVI debido a las epidemias traídas por los españoles, la des estructuración de los modos de vida tradicionales y una brutal explotación de la mano de obra nativa a través del sistema de encomienda.
Con la rebelión indígena de 1598, que arrebató al control español todos los territorios situados al sur del río Bíobío, se inició una nueva etapa, caracterizada por la ruralización de la sociedad, el progresivo declive de la población indígena encomendada y el aumento de la población de mestizos libres. La caída demográfica de la población indígena del Valle Central fue tal que obligó a la élite hispano criolla a buscar nuevas fuentes de aprovisionamiento de mano de obra, que iban desde la captura de esclavos indígenas al sur del Bíobío a la importación de importantes contingentes de mano de obra nativa desde Chiloé y la vecina Cuyo. Por otra parte, en ese período se inició la introducción de esclavos africanos, los que, aunque nunca llegaron a ser numéricamente importantes, sí tuvieron un papel destacado en la sociedad colonial. Los traslados de población, las continuas epidemias y los efectos devastadores de la guerra de Arauco causaron nuevos estragos en la diezmada población indígena del valle central, que poco a poco fue desapareciendo como grupo social significativo en la sociedad colonial.
En las primeras décadas del siglo XVIII la población chilena inició un lento pero sostenido proceso de recuperación demográfica, logrando tasas moderadas de crecimiento que se mantendrían durante todo el siglo. Sin embargo, el perfil étnico de la población había experimentado un profundo cambio, debido al predominio de mestizos y blancos y la virtual desaparición de la población indígena. Este último proceso se experimentó de una manera más tardía en los valles del Norte Chico, que a mediados del siglo XVIII lograron altas tasas de crecimiento demográfico gracias al descubrimiento de nuevos yacimientos mineros.
Paralelamente al crecimiento de la población, que se puede medir a través de los distintos censos y empadronamientos que se realizaron durante la segunda mitad del siglo XVIII, el paisaje del valle central chileno experimentó un profundo cambio, en el que jugaron un papel de primera importancia la fundación de nuevos centros urbanos a lo largo del territorio, el crecimiento espontáneo de otros -como sucedió con Valparaíso- y la consolidación de la gran propiedad territorial en los medios rurales, organizada bajo los sistemas de inquilinaje y peonaje.
El sistema social que emergió durante el siglo XVIII mantuvo un elevado nivel de estabilidad, el que aseguró su supervivencia por más de dos siglos. Sin embargo, en este período, las relaciones sociales estaban marcadas por la precariedad, que se hizo visible en el alto número de vagabundos y otras personas que escapaban a las normas dictaminadas por la Iglesia y la élite dominante. La dicótoma entre el discurso oficial y la realidad social se hacía más patente en el ámbito de las relaciones familiares. El matrimonio y la familia conservaron altos niveles de informalidad, especialmente en los sectores más modestos, traduciéndose en un elevado porcentaje de hijos ilegítimos en relación al total de los nacimientos.
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