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Las instituciones son, al final de cuentas, sus personas y sus contextos históricos. Incluso las que parecen más atemporales.
La monarquía española, en ese sentido, pendía de unos frágiles hilos, que luego de la abdicación de Juan Carlos quedaron todavía más finos. La figura del Rey, quien jugó un rol importante en la transición de España a la democracia a fines de la década del setenta, tuvo un largo desgaste, acentuado en los últimos tiempos.
En pocos meses se sumaron escándalos de corrupción que involucran a una de sus hijas y su yerno, con imágenes de Juan Carlos cazando elefantes en África, como si reinara en un mundo paralelo, en vez de en España, donde los jóvenes son ecologistas, y se encuentran en su mayoría desempleados, producto de la crisis europea.
Una monarquía que en un momento había tenido un sentido “político”, ayudando a juntar los retazos de la España posfranquista, se había convertido con el paso del tiempo, en un gasto inútil para una sociedad en pleno ajuste de cinturones. Y para colmo, el derroche venía impregnado de mal gusto ético.
Los estudios de opinión reflejan este cambio: según la encuesta permanente del CIS, la caída en la popularidad de la monarquía es acentuada y persistente: cayó a la mitad en los últimos 20 años, sin recuperarse nunca en todo ese lapso de tiempo.
Ahora bien, además de este fenómeno estructural, de una sociedad que cada día parece menos complaciente con una institución hereditaria que tiene a cargo nada menos que la jefatura del Estado, la caída en desgracia de la monarquía tiene también una vinculación estrecha con la actual crisis económica y política que vive España.
No es un hecho fortuito que la abdicación de Juan Carlos se haya producido a pocos días de una elección aparentemente sin mucho importancia, como la elección de diputados europeos del pasado 25 de mayo. Esa elección, en su aparente inocencia, se ha llevado puesta a la cúpula del Psoe y generado un sismo al interior del PP, el partido gobernante. Es decir, que lo que parece descomponerse no es sólo el liderazgo del Rey, sino todo el andamiaje del sistema político vigente desde la transición democrática.
En un hecho sin precedentes, los dos partidos que habían sostenido el sistema político del país ni siquiera lograron reunir, sumados, el 50% de los votos. La otra mitad se repartió entre partidos de izquierda y nacionalistas, mayormente.
En España se argumenta que la abdicación, y el intento de coronar rápido a Felipe, el hijo de Juan Carlos, tiene la urgencia de que si los resultados de las elecciones europeas se repitieran en las nacionales, peligraría la votación de las leyes necesarias para legitimar el traspaso del trono. En ese punto, la abdicación de Juan Carlos se conecta con la crisis de representación política y busca ser, antes que una puerta para las “nuevas generaciones”, como dijo el Rey en su alocución de renuncia, una forma de perpetuar el inmovilismo monárquico, cuando los vientos políticos parecen comenzar a soplar en otras direcciones.
En ese sentido, hay que señalar que Podemos, uno de los partidos que más creció en estas elecciones, no sólo lo hizo bajo un programa muy crítico respecto a la Unión Europea, sino visibilizando posturas hasta ahora casi tabú para el mainstream ideológico construido por el PP-PSOE: volver a la república. Que no se trata de una idea marginal en la política española lo evidencia que detrás de Podemos también se inscribió Izquierda Unida, varios partidos nacionalistas e incluso la juventud del propio PSOE, quien ya lo pedía públicamente antes de la abdicación. En el día de ayer, todas las plazas de España se llenaron de miles de ciudadanos -especialmente jóvenes- quienes pidieron que Felipe no sea coronado y se vote en un referéndum la continuidad o no del sistema monárquico.
Como capas de cebolla, queda todavía una por analizar, además de la deslegitimación de la familia real de los últimos años y la crisis económica y política, como factores que están desestabilizando la continuidad de la realeza y explican el apuro de Juan Carlos de pasar la posta. Y es que detrás de la Corona y el bipartidismo, asoma la crisis del Pacto de la Moncloa de 1977 y la Constitución de 1978. En aquel momento, los partidos políticos -incluyendo el Partido Comunista Español- como las entidades empresarias y los sindicatos, firmaron una serie de acuerdos como salida negociada del franquismo.
Esos acuerdos tuvieron una rubrica “real” cuando el 27 de diciembre de 1978 el Rey sancionó la nueva Carta Magna. Una España que se pretendía “moderna” buscaba así dejar atrás las décadas oscuras del franquismo. Pero ese pacto de la transición tenía su sello: no perseguir los crímenes de cuarenta años de dictadura, no cuestionar la reposición de la monarquía, ni la tutela del catolicismo. La “nueva” España.