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Quien no conoce su historia está destinado a repetirla. A lo largo de los años, lo cierto es que la energía facilitó el desarrollo de la humanidad.
Primero fue el fuego, el cual propició la cocción de los alimentos y con ello, a los homínidos les creció el cerebro. Esto fue determinante en el desarrollo de tecnología que terminó por posicionar al ser humano como el gran depredador del planeta.
Ya viviendo en esquemas de civilización, el ser humano echó mano del viento y el agua como fuentes de energía para producir sus alimentos. Los excedentes se podían almacenar, pero también comerciar con otros pueblos, lo cual sentó las primeras bases de la economía.
El descubrimiento del carbón, el primer combustible fósil al que se tuvo acceso, transformaría a la humanidad. Permitió la industrialización y con ella, un nuevo modo de convivir en sociedad.
Más tarde, la gasolina movería el transporte de mercancías y pasajeros gracias a la invención del motor de combustión interna y la corriente alterna posibilitó iluminar y dar calor a las ciudades, transformando la vida cotidiana de millones de personas.
En un principio, los combustibles fósiles favorecieron el desarrollo económico y con él vendría una masificación de los servicios públicos de educación y salud.
Quizá el error estuvo en depender solo de ellos para generar electricidad y transportarnos, sustituyendo otras fuentes energéticas más renovables, relegándolas al olvido hasta que, obligados por el calentamiento global, la humanidad las retomó a finales del siglo XX.
Tal vez, si no las hubiéramos olvidado y se hubiera seguido perfeccionando estas tecnologías, a estas alturas ya se hubiera resuelto, por ejemplo, el problema del almacenamiento, se tendrían más opciones descentralizadas de producción de energía y ya la humanidad tendría matrices eléctricas diversificadas, sólidas y eficientes.
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