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Ha pasado ya más de un siglo desde que Georg Simmel afirmara que el varón no se concibe a sí mismo como sexuado, sino que identifica lo masculino con lo propio del ser humano, y se convierte en representante de la humanidad en general, mientras que lo femenino es visto siempre como algo característico, particular (1938, p. 90). La razón de esta diferencia radicaría en que “la mujer vive en la identidad más profunda de su ser y de su condición de mujer, en el carácter absoluto de una condición sexual determinada en sí misma” (Simmel, 2003, p. 468)[1]. Si en un caso la parte llega a estar por el todo, en el otro su totalidad es siempre parcial. Esta parcialidad insuperable sobrevive al menos en lo que respecta a la relevancia de los estudios dedicados a la mujer: despiertan interés en un público mayoritariamente femenino, y se acepta que lo que está en juego afecta principalmente a esa mitad de la población, por lo que sus tesis y sus conclusiones no son extrapolables al ser humano en general. Si el enfoque de estos estudios es político o sociológico, suele coincidir que sus autores son mayoritariamente autoras (es mi caso y tal vez también el del resto de los coautores de este número). Como ha señalado, entre otros, la socióloga A. R. Hochschild, mayoritariamente se considera la realidad social desde la perspectiva masculina, y solo respecto de fenómenos particulares se ofrece el punto de vista femenino (1975, p. 280).
La dialéctica particular-universal, parte-todo, no es inocua desde el punto de vista político-cultural. No voy a examinar este modo de proceder, aunque sí plantear brevemente a qué se debe que, cuando se considera la perspectiva masculina, esta se pretenda universalizable, referente de lo humano; esto es, que los valores masculinos se identifiquen con los valores del ser humano en general. Una respuesta obvia sería afirmar que lo que tiene que ver con el varón entra a formar parte del imaginario social sin restricciones, mientras que lo que tiene que ver con la mujer limitadamente, y a menudo como un subcampo de las ideas y significados. ¿Es esto el efecto, sin más, del ancestral predominio cultural, social y científico de lo masculino sobre la cultura femenina? Es decir, ¿es el resultado de un desequilibrio de poder? Simmel atribuía esta desigualdad al desfase entre la forma de ser femenina y la cultura objetiva (Beriain, 1989). Desfase que, entre otros motivos, responde a que “percibimos la mujer no tanto bajo la especie del cambio como bajo la especie de la permanencia” (Simmel, 1938, p. 47). Se trata de un diferencial, el del cambio, que a lo largo del siglo XX ha adoptado un significado y una función característica. Por ello, el diagnóstico de Simmel señala también una línea divisoria, un antes y un después, como trataré de argumentar a lo largo de estas páginas.