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Un amigo me critica por cuestionar al Papa. Dije que se comportó de un modo autoritario con los obispos chilenos. A mi amigo le parece grave que un discípulo de San Ignacio, yo, critique al vicario de Cristo en la Tierra. Y de San Ignacio, ¿no hay nada que objetar? Insisto en lo mío: Ignacio de Loyola y cualquier Papa son criticables.
Pienso que hay críticas y críticas. Si la Iglesia aspira a proclamar el evangelio en público, sus autoridades no pueden pretender sustraerse al escrutinio de sus contemporáneos. Si un cristiano, aunque sea cura, disiente con sus autoridades en el foro público, es decir, si practica la autocrítica a la luz del sol y no solo en privado –sobre todo cuando no existe absolutamente ninguna posibilidad de hacerlo de otro modo– ayuda a que el evangelio sea mejor comprendido. No hay que perderse. Lo primero es el evangelio.
Otra cosa es la intriga, la sedición, el cambulloneo. Francisco I ha debido gobernar con una contra impresionante. En público y tras las paredes, se ha tratado de boicotearlo. Su gente más cercana, sus ministros de Estado –por decirlo así– han cuestionado su ortodoxia. Lo ha hecho el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Gerhard Müller.