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La ruta del Río de la Plata representó, durante mucho tiempo, una vía comercial alternativa, por ella ingresaban mercaderías extranjeras y salían clandestinamente las riquezas minerales, así la Corona perdía parte de sus ingresos fiscales y quienes ejercían las transacciones comerciales legales eran perjudicados por el contrabando.
La creación del Virreinato del Río de la Plata (1776) no sólo fue producto de una preocupación geopolítica, sino que legitimó administrativamente la situación existente. En poco tiempo, dotada de las indispensables instituciones para su funcionamiento, Buenos Aires adquirió el rango de capital colonial, convirtiéndose en uno de los centros neurálgicos del imperio americano. Inmersa en las nuevas rutas del comercio, su capacidad mercantil, hasta entonces solapada, se hizo manifiesta y pudo desarrollar otras actividades productivas.
El significativo crecimiento de la ciudad, que había comenzado hacia 1730 con la llegada de nuevos comerciantes, se hizo evidente y, aunque si bien la transformación económica no tenía por propósito modificar la estructura social, sus efectos fueron ineludibles, ya que el dinero y la propiedad establecieron una nueva distinción, que se sumó a las existentes. El entramado social, complejo y problemático, se vio amenazado por una nueva causa de discordia, producto de la concepción borbónica respecto del manejo de la administración colonial, pues si bien los cargos administrativos y las jerarquías eclesiásticas siempre habían sido desempeñados por peninsulares, dicha práctica se convirtió en la norma y recrudeció el antagonismo entre aquellos y los criollos.
La apertura económica consolidó el liderazgo de los burócratas y los mercaderes de ultramar en la sociedad porteña, pero también propició la inserción de grupos menos poderosos, dedicados al comercio interno y a actividades productivas, aunque igualmente expectantes y, en su mayoría, criollos. Para poder mantener y aumentar las expectativas que había incitado, la Corona debía asegurar el flujo a través del Atlántico, en el cual la industrialización británica jugaba un rol vital.
De allí que, cuando las guerras en Europa impidieron los contactos con Inglaterra, el inconformismo del interior y la rivalidad entre peninsulares y criollos, sólo velados por el progreso económico, aparecieron en escena.
Pronto, las invasiones inglesas representarían la oportunidad de experimentar el libre comercio, pero también de armarse. Poco después, ausente el rey, la prédica española sobre los derechos naturales y las doctrinas de Vitoria y Suárez sobre el origen del poder se convertirían en los argumentos más fuertes de los criollos para tomar el control de la situación.
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