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RespuestaCuando vamos a visitar una iglesia medieval o una catedral, nos hablan los guías de las laudas que cubren el suelo y se encuentran en el pasillo central, en el presbiterio y, a veces, incluso debajo de los bancos.
Grandes losas con letras, a veces muy gastadas por las pisadas; elogios en latín poco inteligibles y fechas que nos recuerdan siglos contemplando la piedad de ese pueblo.
Lauda procede de lápida (en latín, lapis), piedra, y hace alusión a la lápida sepulcral; es decir, al epitafio en su contexto: tanto la piedra como las letras inscritas en él.
También tenemos en español el duplicado “laude” (piedra con inscripción sepulcral), que el “Tesoro de la lengua castellana”, de Sebastián de Covarrubias, publicado en 1611, define como “la piedra con inscripción que se pone sobre la sepultura del difunto” y que actualmente se define como “lápida sepulcral, especialmente aquella que tiene inscripción y escudo de armas”.
Es verdad que autores como Joan Corominas piensan que quizás su origen está en alabanza (laudes) y citan al propio Covarrubias que explica: “A laudando, porque en ella se esculpen los títulos y loores” del difunto.
No obstante, parece más verosímil por el contenido y por la evolución fonética que proceda de lápida, de la misma raíz que tienen palabras tan sangrientas como lapidar y lapidación, que siguen pronunciándose (y llevándose a cabo, por desgracia) en algunas culturas y países del mundo. Con estos términos vemos cómo una palabra tan neutra como piedra puede sufrir un ennoblecimiento semántico, como el de un epitafio que engrandece a una familia, o un envilecimiento de significado, como el de apedrear a un supuesto culpable de... vaya usted a saber qué.
Algunos libros de inscripciones romanas o cartelas de museos llaman hoy impropiamente laudas a toda inscripción sepulcral. Pero en la antigüedad se distinguía muy bien el soporte que contenía un epitafio, de modo que en un museo debería diferenciarse entre estela, placa, cipo, ara funeraria, urna cineraria, etc., debiendo evitarse precisamente para la antigüedad romana una denominación tan imprecisa, que ha quedado solo para las losas que forman el pavimento de los recintos sagrados desde el medievo hasta nuestros días.
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