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Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa.
Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Detuve la bicicleta y desmonté. Me sacudí el polvo del camino y la saludé con respeto y alegría. Caperucita hizo con su chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo.
Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.
Sí era el lobo pero no feroz. – Está llena de belleza –dije, lleno de emoción. – No veo la belleza –dijo Caperucita–. Sacó el chicle y lo estiró.
Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Subí a la bicicleta y le di alcance. – Las heridas están en mi corazón –dije. Escupió el chicle con la violencia de una bala y me pareció ver en el polvo una sangrienta herida.
Sentí que el polvo del camino era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui al pueblo y me tomé unas cervezas en la primera tienda. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque.
Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque. – Estoy de vacaciones, lobo feroz –dijo–. – Un rico pastel para mi abuelita.
¿Y qué llevas en el canasto?
Caperucita me ofrecía su pastel. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.
– Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.
Voy a venderla, lobo feroz. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora.
Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Es una abuela rica – explicó–. Todo el mundo sabe eso. Caperucita dijo que fue por hambre.
La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí. Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela.
No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela.
Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta.
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