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Martin Seligman, reconocido pionero de la psicología positiva, nos explica que la felicidad no siempre depende de nuestro estatus social, nuestra religión o nuestra belleza física. La felicidad en realidad es una combinación única de lo que él llamó «fortalezas distintivas», como el sentido de humanidad, la templanza, la persistencia y la capacidad de llevar una vida significativa.
Hablar de Martin Seligman es hablar de una nueva era en la psicología. Fue en los años 90 cuando, siendo presidente de la Asociación Americana de Psicología (APA), dio una conferencia para señalar algo que a su parecer consideraba importante: la psicología necesitaba dar un nuevo paso, era necesario estudiar desde un punto de vista científico todo aquello que hace feliz al ser humano. De este modo se podría ayudar a las personas a construir una realidad más satisfactoria.
«La vida inflige los mismos contratiempos y tragedias en el optimista como en el pesimista, pero el optimista las resiste mejor»
-Martin Seligman-
Hasta el momento, gran parte del estudio psicológico se había centrado en el abordar las enfermedades mentales y sus tratamientos. De hecho, el propio Seligman es conocido sobre todo por sus trabajos sobre indefensión aprendida.
Sin embargo, como siempre ocurre en algún momento de nuestras vidas, sucede algo que nos obliga de pronto a hacer una profunda reflexión sobre nosotros mismos. Esto mismo es lo que le sucedió al padre de la psicología positiva y que explica en su libro «The Optimistic Child».
Una mañana, su hija Nikki, de 6 años, jugaba en el jardín con unas hojas. La niña gritaba y corría de un lado a otro, llena de entusiasmo y vitalidad. Sin embargo, su alboroto era tal que su padre, Martin Seligman, no podía concentrarse en su trabajo. No pudo evitarlo, terminó gritándole y pidiéndole que se callara.
Tras esto, la pequeña, con una madurez poco habitual para su edad, le dijo que sentía ganas de gritar y llorar. Que aquella reprimenda recibida le hacía tener ganas de llorar como cuando era más pequeña, pero que sin embargo, no iba a ceder. Sabía que ya no era un bebé, y por tanto se iba a controlar.
Le dijo también que, puesto que ella ya había aprendido a no dejarse llevar por los lloriqueos, también él debía controlar su malhumor. De ese modo los dos, «serían un poco más mayores». Aquel pequeño discurso de su hija, sencillamente, le cambió la vida a Martin Seligman.
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