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Sólo veinte años después de que otro Héctor Abad, el padre del escritor, fuera tiroteado y asesinado en una calle de Medellín por sicarios paramilitares, ha podido el colombiano Héctor Abad Faciolince (Antioquía, Colombia, 1958) encontrar la voz y el tono requeridos para afrontar este reto personal que supone El olvido que seremos. El libro es en buena medida el homenaje que Abad le hace al héroe de su vida, al padre cercano, de corazón generoso, compasivo y tolerante, al médico humanista, catedrático universitario, consultor en la OMS, obsesionado por la medicina social preventiva y la extensión de la salud pública a todos los rincones de la ciudad: cuestiones tan básicas (y al parecer tan subversivas) como potabilizar los acueductos o vacunar a los niños, y (en un mismo impulso ciudadano): un sentido de la justicia y una valiente defensa de los derechos humanos que en esos años costaba la vida. También el novelista, el hijo, sufrió persecución, algún atentado, y el exilio en Italia tras pasar por Madrid. Héctor Abad narra de un modo equilibrado, preciso y espontáneo, tocado por ese “don colombiano” de contar y fascinar.
Sorprende su tenaz y exhaustiva memoria, el manejo de miles de datos en el empeño de ajustarse a la verdad. Si en toda novela se expone mucho, cuánto más se arriesga aquí en una narración tan paralela a la propia vida. A diferencia de otras figuras paternas literarias en las que el amor del hijo no era correspondido (Kafka, o muy recientemente en nuestro país la gran Hoy, Júpiterde Landero), los dos Abad compartieron “amor exagerado” (p. 25) y hasta adoración, pero el autor sabe del carácter trágico de su libro: pues es ya la “carta a una sombra” (p. 22).
La novela huye de dos grandes peligros que podían echarla a pique: una equivocada combinación o distribución de los muchos datos y anécdotas que la volviera aburrida y, sobre todo, el carácter sentimental-edulcorado de una hagiografía paterna. En un equilibrio que divide la obra casi en dos mitades exactas, las loas al padre ceden el paso a un desgarrado y duro relato de cómo se fue cerniendo la anunciada tragedia sobre esta familia, primero con el temprano fallecimiento de Marta -hermana del narrador- a los dieciséis años, y después con el terrible asesinato del padre. La pérdida de Marta da pie a una honda meditación sobre la búsqueda desesperada de consuelo por parte del ser humano en las mayores dificultades. Y el relato de cómo se ejecutó el atentado contra su padre, páginas como las 243, 244 y 245, conmocionan al lector tanto por la brutal secuencia del acontecimiento, como por la maestría y la perspectiva elegida a la hora de narrarlo. Es en esta “segunda parte” donde la honestidad intelectual le lleva también a reconocer y desvelar algunos errores del padre y sobre todo los suyos propios: pues el escritor hace un duro análisis de sus muchas cobardías, culpas, limitaciones y carencias, lamentando su pasividad esencial y las lecciones no aprendidas de la vida.. Pero la grandeza del libro no reside sólo en componer un gran óleo del padre: la historia mira más lejos y se vuelve denuncia y diagnóstico del “país más violento del mundo” (p.205), escenario impune de miles y miles de desaparecidos, torturados, asesinados o exiliados. Abad señala hacia el irresoluble y cruento conflicto secular entre progreso e involución, renovación y tradición, Ilustración y catolicismo ancestral, en América Latina. Exalta la tolerancia y critica los dogmatismos, los falsos ídolos y santos y toda suerte de extremismos religiosos y políticos. El autor parece aspirar a un intento de redención a través de la enumeración fechada de tantas muertes, y muestra hasta qué punto son las palabras nuestras únicas armas: capaces de rescatar, salvar y postergar en lo posible el olvido. Cuando el médico cae desplomado sobre el pavimento de la calle aquel verano del 87, lleva en su bolsillo la lista de amenazados que lo incluye y, copiado a mano, el célebre poema de Borges que explica el título de Abad, cuyo comienzo es: “Ya somos el olvido que seremos...”.
Terminaré con una hermosa descripción: “Mi padre lloraba sin avergonzarse del llanto, no como los hijos del estoicismo español, sino como los héroes homéricos” (p.199). Y con esta conmovedora convicción que el buen médico dejó escrita en una carta y que su hijo nos regala: “Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera, como resultado de su trabajo y esfuerzo” (p. 218).
Sorprende su tenaz y exhaustiva memoria, el manejo de miles de datos en el empeño de ajustarse a la verdad. Si en toda novela se expone mucho, cuánto más se arriesga aquí en una narración tan paralela a la propia vida. A diferencia de otras figuras paternas literarias en las que el amor del hijo no era correspondido (Kafka, o muy recientemente en nuestro país la gran Hoy, Júpiterde Landero), los dos Abad compartieron “amor exagerado” (p. 25) y hasta adoración, pero el autor sabe del carácter trágico de su libro: pues es ya la “carta a una sombra” (p. 22).
La novela huye de dos grandes peligros que podían echarla a pique: una equivocada combinación o distribución de los muchos datos y anécdotas que la volviera aburrida y, sobre todo, el carácter sentimental-edulcorado de una hagiografía paterna. En un equilibrio que divide la obra casi en dos mitades exactas, las loas al padre ceden el paso a un desgarrado y duro relato de cómo se fue cerniendo la anunciada tragedia sobre esta familia, primero con el temprano fallecimiento de Marta -hermana del narrador- a los dieciséis años, y después con el terrible asesinato del padre. La pérdida de Marta da pie a una honda meditación sobre la búsqueda desesperada de consuelo por parte del ser humano en las mayores dificultades. Y el relato de cómo se ejecutó el atentado contra su padre, páginas como las 243, 244 y 245, conmocionan al lector tanto por la brutal secuencia del acontecimiento, como por la maestría y la perspectiva elegida a la hora de narrarlo. Es en esta “segunda parte” donde la honestidad intelectual le lleva también a reconocer y desvelar algunos errores del padre y sobre todo los suyos propios: pues el escritor hace un duro análisis de sus muchas cobardías, culpas, limitaciones y carencias, lamentando su pasividad esencial y las lecciones no aprendidas de la vida.. Pero la grandeza del libro no reside sólo en componer un gran óleo del padre: la historia mira más lejos y se vuelve denuncia y diagnóstico del “país más violento del mundo” (p.205), escenario impune de miles y miles de desaparecidos, torturados, asesinados o exiliados. Abad señala hacia el irresoluble y cruento conflicto secular entre progreso e involución, renovación y tradición, Ilustración y catolicismo ancestral, en América Latina. Exalta la tolerancia y critica los dogmatismos, los falsos ídolos y santos y toda suerte de extremismos religiosos y políticos. El autor parece aspirar a un intento de redención a través de la enumeración fechada de tantas muertes, y muestra hasta qué punto son las palabras nuestras únicas armas: capaces de rescatar, salvar y postergar en lo posible el olvido. Cuando el médico cae desplomado sobre el pavimento de la calle aquel verano del 87, lleva en su bolsillo la lista de amenazados que lo incluye y, copiado a mano, el célebre poema de Borges que explica el título de Abad, cuyo comienzo es: “Ya somos el olvido que seremos...”.
Terminaré con una hermosa descripción: “Mi padre lloraba sin avergonzarse del llanto, no como los hijos del estoicismo español, sino como los héroes homéricos” (p.199). Y con esta conmovedora convicción que el buen médico dejó escrita en una carta y que su hijo nos regala: “Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera, como resultado de su trabajo y esfuerzo” (p. 218).
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