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La violencia contra las mujeres, y en particular la que se produce en el entorno familiar o en las relaciones de pareja, ha sido vista tradicionalmente como un problema de ámbito privado condicionando o limitando la acción política, el debate público e incluso las actuaciones judiciales. En este sentido, especialmente durante las dos últimas décadas, la transformación de nuestra sociedad en el ámbito democrático ha provocado un importante clima de sensibilización social contra la violencia doméstica y otras formas de agresión contra las mujeres. La comunidad internacional, significativamente desde la declaración del 25 de noviembre como Día Internacional para la Eliminación de la Violencia de Género, ha avanzado igualmente en este sentido influyendo incluso en los corpus legislativos de muchos países, pudiendo generalizarse que lo femenino forma parte ya en pie de igualdad de la cultura contemporánea, al menos en el mundo civilizado. Sin embargo, esta evidencia convive --y esto es el auténtico drama-- con una realidad que nos habla del recurso a la violencia como moneda habitual para el abordaje de conflictos entre parejas. Las noticias de muertes de mujeres golpean nuestra conciencia con irritante frecuencia, con el agravante de que esta violencia de género se produce cada vez más entre jóvenes. No es, por tanto, fruto únicamente de una cultura tradicional infundida por el machismo, sino que invade todas las escalas de la pirámide social y cultural.
Algo, sin duda, estamos haciendo mal o son insuficientes los esfuerzos que en este sentido hacen los gobiernos, las instituciones públicas y privadas, dirigentes, educadores y asociaciones. Y esta impotencia me hace apelar de nuevo a la responsabilidad ciudadana. Porque es un problema que a todos nos afecta y entre todos tenemos que ponerle fin, asumiendo, como un primer camino, la plena conciencia de esta lacra social que conculca los más elementales cimientos de los derechos humanos. Kofi Annan dice con justeza que "la violencia de género es quizás la más vergonzosa violación de los derechos humanos" augurando además que mientras continúe este estado de cosas "no podemos afirmar que estemos logrando progresos reales hacia la igualdad, el desarrollo y la paz". Es necesario y urgente un cambio de mentalidad que destierre para siempre este hábito de superioridad y dominio de unas personas sobre otras, que significa una fragante ofensa a la dignidad del ser humano. Y hablamos del ser humano en general porque el valor de la mujer, su dignidad, radica simplemente en el hecho de ser miembro de la especie humana. Esa es la base de la igualdad. Bosco Aguirre dice que "es justo, es necesario, reconocer el valor que la mujer tiene en los distintos ámbitos de la vida humana. Es justo, es necesario, defenderla en su valor, en su riqueza propia, irrenunciable". Pero para eso hace falta tener muy claro que la dignidad de la mujer se fundamenta en su mismo ser como persona. Es decir, su dignidad no viene por su femineidad, sino que precede su misma femineidad, y funda y explica su valor en cuanto mujer. Desde esa común dignidad humana es evidente que el respeto se extiende a todas las posibles formas de vivir como hombres o como mujeres, y el pluralismo de las situaciones no es, por tanto, un obstáculo a la común dignidad. Porque, como decimos, la dignidad pertenece a cada mujer por ser miembro de la especie humana, se encuentre donde se encuentre, haga lo que haga, viva de una manera u otra.
Tener presente que los derechos humanos son preexistentes a la propia ley positiva y a todo posible consenso social, pues se fundan en el hecho de que el hombre es persona, y por tanto no son concedidos por las leyes ni por decisiones gubernamentales, sino que son derechos que toda persona tiene por sí misma, ayudará sin duda a desarrollar una cultura del respeto y de la solidaridad, en la que cada mujer y cada hombre sean valorados por lo que son, simplemente, sin adjetivos discriminatorios.
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hola ma puedes ayudar con una pregunta plis