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La caída de Constantinopla en 1453 significó un cataclismo emocional para las poblaciones «romanas» (rhomaíoi) que todavía sobrevivían en cualesquiera lugar, desde Anatolia y los Balcanes hasta el exilio en la Europa cristiana. Es cierto que el declive de Bizancio era por entonces un proceso de larga evolución y que la mayoría de sus hombres y mujeres ya hacía tiempo que habían pasado a formar parte de la inmensa grey del sultán. Pero no lo es menos el que, en tanto la polis permanecía libre, la idea «imperial bizantina» y la esperanza de una recuperación mediata no terminaba de expirar. La desaparición del último emperador al pie de la muralla y la pérdida de la Teotocopolis, por contra, deberían suponer el final de toda esperanza. Así lo creía también Mehmet el Conquistador y por ello entendemos su vehemente interés en la captura de la ciudad, pese a ser una doliente sombra de lo que había sido y con un valor material muy limitado. Para los historiadores bizantinistas, Bizancio -la Romanía- terminó aquellos días de mayo.
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