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El primero es la resurrección de la hija de Jairo. Lo relata Marcos (Mc 5,21): Jesús, después de la curación del endemoniado de Gerasa, “pasa a la otra orilla”, nos dice textualmente el Evangelio. Y se llega a él un personaje llamado Jairo, jefe de la Sinagoga, rogándole: “…mi hija está a punto de morir, ¡ven! ¡Impón tus manos obre ella!, para que se salve y viva…!”. Le interrumpe en su camino una mujer que lleva doce años con flujos de sangre, -la sangre para el pueblo judío, representa la vida-, y en ello, que le llegan de casa de Jairo para avisarle que la hija acaba de fallecer. San Agustín interpreta este Evangelio comentando que es la imagen del pecador que muere por el pecado del pensamiento. Podríamos decir, que es una muerte súbita, no es una muerte esperada. Y es que, el pecado de pensamiento, se presenta también en nuestra mente así, de forma ”súbita”.
El segundo milagro se refiere a la resurrección del hijo de la viuda de Naim. Y nos lo cuenta Lucas en (Lc 7, 11-17). Acaba de sanar Jesús al hijo del centurión, cuando va de camino a una ciudad llamada Naim. Es interesante ver cómo Jesús sana al hijo del centurión, “a distancia”. En tiempos de Jesús, según la Ley de Moisés, el que tocaba a un pagano, a un gentil, quedaba contaminado, y así, cumpliendo la Ley, el Señor, le cura.
Y el tercer milagro es el de la resurrección de Lázaro. Lázaro, amigo querido por Jesús, hermano de Marta y María de Betania, fallece. Y le avisan a Jesús que Lázaro ha fallecido. Jesús recibe la noticia, y aún espera dos días más. Llama la atención que el Señor espere tanto tiempo. Y no es por casualidad, los judíos consideraban que había que esperar al cuarto día del fallecimiento, para asegurar que esa persona había fallecido; podía ocurrir un desvanecimiento, una posible recuperación… lo que ahora podríamos definir como un estado cataléptico; y así, a los cuatro días, era seguro que el cadáver entraba en descomposición. Jesús, espera a que Lázaro esté totalmente muerto, y no haya ninguna duda de ello. La interpretación de san Agustín es la de una persona que vive “habitualmente” en pecado; está totalmente muerta su alma. Es un vivir de permanente ausencia de Dios.
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