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A finales de 1918, los supervivientes del ejército alemán regresaban a sus hogares tras la Primera Guerra Mundial. Desfilaban por las calles de sus ciudades derrumbados tras el paso por el campo de batalla, hambrientos, andrajosos, renqueantes. Y, como le ocurría al resto de la población, su estado de ánimo era deplorable.
Qué diferente esta imagen de la del ejército reluciente y temible que había partido orgulloso al frente en 1914, seguro de convertirse en el dominador del corazón de Europa, en el valedor de la supremacía del pangermanismo.
A principios de siglo XX, Alemania había llegado a ser una gran potencia industrial. Su economía había recibido el impulso de los medios de transporte y de las industrias química, eléctrica y armamentística. Ahora, tras muy pocos años, el país había pasado de ser el estado más fuerte de Europa a vivir una derrota deshonrosa.
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