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Mucho se ha dicho e incluso desbarrado en estos días sobre el artículo 8 de la Constitución Española (CE). Desde -¡máxima corrupción!- tratar de utilizarlo contra lo que, hace ya un cuarto de siglo, S. M. el Rey denominó acertadamente "el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día", hasta considerarlo permanente amenaza para dicho proceso y, en consecuencia, pedir su reforma cuando no su abrogación, pasando por afirmar su exotismo en el panorama comparado como fruto, ya extemporáneo, de las circunstancias que condicionaron su redacción. Como afirmaba Don Enrique Tierno al margen de los debates consistoriales, ¡cuánta acumulación de errores! ¡Como si el relieve constitucional de las Fuerzas Armadas convirtiera a España en una especie de democracia vigilada a la turca!
Explicación:La ley suele ser más sabia que el legislador, sobre todo si cuenta con intérpretes de buena fe y, por ello, cualesquiera que fueran los avatares de la redacción del art. 8, que por cierto he descrito y documentado en otros lugares (El valor de la Constitución, Barcelona, Crítica, 2003, p. 441), el art. 8 supone hoy algo mucho más profundo que un mero tranquilizante de los sectores conservadores. Es, nada menos, que la recepción constitucional de un paradigma realista de las relaciones internacionales, instrumentado mediante la garantía institucional de las Fuerzas Armadas y de sus misiones que, por lo tanto, no pueden derogarse sin modificación expresa de la Constitución. La fórmula no ha resultado tan exótica ni circunstancial cuando, con ligeras variantes, ha hecho fortuna en numerosas constituciones posteriores a la nuestra, tanto dentro como fuera de la Unión Europea.
¿Qué quiere decir el art. 8? Que las Fuerzas Armadas son las que son y no, por ejemplo, los cuerpos de seguridad del Estado cualquiera que sea su dependencia y disciplina; que no son una especie de ONG, sino la máxima expresión de la fuerza institucional del Estado, así como su disposición a utilizar en determinados casos la violencia, y que tienen unas determinadas misiones a cumplir a costa incluso de la propia vida y de la ajena -garantizar la soberanía, la independencia, la integridad territorial y el orden constitucional-. En este núcleo central se fundamentan las otras actividades de las Fuerzas Armadas. Así cuando los ejércitos españoles participan en operaciones de seguridad colectiva o en misiones humanitarias que inciden en los fundamentos de la seguridad, sirven a nuestra propia seguridad. Y se equivoca quien no insista en esta vinculación que justifica en el propio interés vital un despliegue de poder en escenarios lejanos y, en aparencia, ajenos a nuestro territorio.
El art. 8 CE quiere decir, en último término, que el orden jurídico-político que es el Estado organiza la institucionalización de la fuerza para defenderse y garantizar su existencia. Si en otros tiempos se dijo que la guerra continuaba la política por otros medios, hoy es más realista afirmar que la defensa nacional es la última ratio del Estado a fin de asegurar su máximo interés: la permanencia de su propia identidad, valor al que en último término se reducen los términos de soberanía, independencia, etc. utilizados en el art. 8