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“Adiós a personas pobres, enfermas y ancianas. La tierra ha suspirado su penúltima voluntad”, un jisei no ku (poema de despedida) que nos deja boquiabiertos, sin fuerzas, bajo estado de shock. Este poema, de tradición nipona, se suele escribir poco antes de la muerte de su autor. Las palabras nos dan una sensación de ‘dejà-vu’, nos recuerdan lo que hemos vivido en las últimas semanas.
Cierto, estos apotegmas no tienen base científica, aunque el nuevo coronavirus (también conocido como SARS-CoV-2) sí mata sobre todo a las personas mayores, a los enfermos crónicos y a los estratos socioeconómicos más desfavorecidos. Esta crisis, nos ha afectado, y sigue afectándonos, a todos, a unos más que a otros. Y lo ha hecho a una velocidad frenética y fulminante, como no se había visto ni vivido desde la pandemia de gripe de 1918. En poco más de cuatro meses desde que surgió el nuevo coronavirus en una ciudad china a más de 10.000 km de distancia, la pandemia de la COVID-19 (la enfermedad que causa) ha avanzado implacable, arrollando sociedades y obligando a los sistemas de salud a lanzar un S.O.S. desesperado, hincados ante la supremacía del virus desconocido.
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