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Las epidemias han sido una constante en la vida del ser humano desde hace siglos. Han acabado con millones de personas y han provocado crisis políticas, económicas y han transformado la historia mediante los virus y las bacterias. La última pandemia global, el coronavirus, parece que va a seguir la misma línea de cambiar radicalmente nuestro mundo.
Paradójicamente, a medida que hemos conseguido ponerle freno a muchas enfermedades que en el pasado acabaron con decenas de millones de almas, también hemos asistido a un proceso en el que cada vez parece haber más de estas epidemias, aunque mucho más controladas, y tienen un carácter más inmediato y de alcance mundial. El conocimiento científico es responsable de lo primero y la globalización de lo segundo.
Sin embargo, mirando al pasado nos encontramos con ejemplos epidémicos que acabaron con enormes proporciones de la población mundial en aquella época. La plaga de Justiniano, ocurrida en el siglo VI dentro del Imperio bizantino, se llevó la vida de la cuarta parte de los habitantes del heredero romano de oriente, una cantidad que hoy serían cientos de millones de personas. Lo mismo podría ser con ejemplos quizá más conocidos, como la medieval peste negra, que en sus primeros años se estima acabó con la vida de hasta 50 millones de europeos, o la llamada gripe española, que, en el contexto de la Primera Guerra Mundial y la inmediata posguerra, se llevó entre 20 y 50 millones de personas a la tumba, incluyendo mucha gente joven —algo inusual, ya que no son de los grupos con mayor mortalidad—.
Hoy, en cambio, el mundo está mejor preparado para hacer frente a estas epidemias de lo que lo estaba apenas hace un siglo. Cuestiones como unos mayores avances científicos, la extensión de los sistemas sanitarios en buena parte del mundo y una mejor alimentación o medidas de higiene son factores que, por suerte, hacen de freno en la propagación y mortalidad de estas epidemias.
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