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ARTÍCULO
El naturalista que se adelantó a Darwin
05/12/2013Xavier BellésDownload PDF
Alfred R. Wallace
Alfred Wallace, hacia 1895, cuando, tras la muerte de Darwin, en 1882, quedó como el viejo héroe, alter ego viviente de Darwin, y recibía numerosos homenajes que aceptaba resignadamente y a regañadientes. Cuando en 1892 le concedieron simultáneamente la medalla de la Royal Geographical Society y la de la Linnean Society, se quejó desconsolado a su hija («¿No es horrible? Dos medallas que he de recibir, y dos discursos que tengo que pronunciar, dar las gracias puntualmente y decirles de una manera amable que estoy muy agradecido, ¡aunque también estoy un poco aburrido!»). Y es que, por encima de todo, Wallace seguía siendo la persona tímida y sensible que siempre fue. / A. R. Wallace Memorial Fund & G. W. Beccaloni
Un escritor lento, extremadamente reflexivo
Hay que reconocerlo: sin Alfred Russel Wallace (1823-1913), Darwin quizá no habría publicado nunca El origen de las especies. Retirado en su casa de Down, cerca de Londres, Darwin le daba vueltas y más vueltas al problema del mecanismo de formación de las especies desde que había vuelto del viaje con el Beagle, ya hacía más de veinte años. Sus observaciones le indicaban claramente que las especies evolucionaban, se transmutaban en nuevas especies, pero no estaba seguro de cuál podía ser el mecanismo que hacía posible el cambio. Darwin era un escritor lento, reflexivo, que se negaba rotundamente a avanzar hipótesis sin tener el máximo número de evidencias que las sustentasen. Además, sabía que sus ideas sobre el origen de las especies, en general, y del hombre, en particular, suscitarían una gran controversia en la sociedad victoriana, y no quería dar argumentos para las críticas que a buen seguro llegarían.
Alfred R. Wallace
Alfred Russel Wallace, en Singapur en 1862, antes de volver al Reino Unido tras pasar ocho años en el archipiélago malayo. /A. R. Wallace Memorial Fund & G. W. Beccaloni
A. R. Wallace Memorial Fund & G. W. Beccaloni[/caption]Es cierto que en 1842 había escrito un esbozo (el famoso Sketch) de 37 páginas escritas a lápiz y aprisa, con frases sin acabar, estructura irregular y muchas correcciones y tachaduras, pero en el que se pueden ver las primeras ideas sobre la evolución de las especies y los posibles mecanismos que la gobiernan. Y también lo es que dos años después, en 1844, escribió un manuscrito de 189 páginas, mucho más cuidado y pulcro, que recoge sus conclusiones hasta aquel momento, y que guarda ciertos paralelismos con lo que después sería El origen de las especies (De Beer, 1958). Justo es decir que este manuscrito (conocido por los darwinianos como el Essay) le sirvió siempre como una especie de seguro por si no acababa la obra definitiva, «el gran libro», a la que aspiraba, y que iba escribiendo muy poco a poco. Es entrañable la larga nota en relación al Essay que Darwin deja a Emma, su esposa, el 5 de julio de 1844 y donde le dice: «Si muriese súbitamente, como último y solemnísimo ruego, que estoy seguro de que atenderás como si estuviese legalmente incluido en mi testamento: que dediques cuatrocientas libras a publicarlo, y además tú misma, o mediante Hensleigh, te ocuparás de darle publicidad.» A parte de entrañable, la nota dice mucho de la importancia, conceptual y «estratégica», que Darwin concedía al Essay en aquel momento.
Un primer aviso de Wallace
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