Respuestas
Las primeras puntadas fueron de dolor. Cada vez que entraba la aguja para unir las telas, algo se desgarraba en su corazón y el llanto salía sin parar. Entonces estas mujeres soltaban la aguja y se secaban las lágrimas para seguir llorando. La colcha de retazos apenas tenía forma: unas montañas de fondo, unos caminos, algunos árboles y el arroyo; ahora tenían que dibujar las personas. Cada figura representaba a un vecino, amigo o familiar. Por eso dolía tanto, porque lo que estaban plasmando en la tela era su propia historia.
Entonces después de secarse las lágrimas una y otra vez, de tomar aire y elevar una oración, volvían a tomar la aguja para ponerle ropa a cada figura humana. “El hermano Luis tenía un pantalón así”, decía la una; "la ‘seño’ Guadalupe tenía su pelito blanco muy blanco”, contestaba otra al extremo opuesto del tejido. Cada mujer aportaba un recuerdo, una idea, un pedazo de tela. Así construyeron su primer tapiz. Desplazamiento, se llamó. Así, sin eufemismos ni adornos. Una sola palabra para mostrar el horror que comenzaron a vivir el 11 de marzo del año 2000 y que aún no termina.
En ese momento, mediados de 2006, eran 33 mujeres que empezaban a rehacer su vida en un lote regalado, sin servicios públicos, a casi siete kilómetros de su pueblo, Mampuján, un corregimiento del municipio de María la Baja, Bolívar. Ellas creían que después de seis años de haber salido huyendo con sus maridos, hijos y corotos a cuestas por la amenaza de los paramilitares, ya habían superado el dolor.
Pero no. Los dolores seguían guardados, les atormentaban el alma y el cuerpo. Y aunque no lo sabían, esos primeros tapices de figuras geométricas que les había enseñado a hacer Teresa Geiser, una predicadora estadounidense de la Iglesia Menonita, que había venido de El Salvador a enseñarles a coser, se convertirían en su puerta de salvación, en la ventana para mostrarse como mujeres dueñas de una fuerza descomunal de la que no eran conscientes.