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Respuesta Muchas veces lo he visto de cerca y muchas de lejos, y en cada una de ellas yo he mirado y remirado con el empeño con que un semi-escritor enamorado de la teoría del documento humano observa a los tipos que se apartan de la humanidad corriente, de la humanidad de pacotilla... Me he complacido en estudiar los pormenores de su extraña figura, mezcolanza de líneas purísimas y de detalles grotescos; aquel perfil regular y noble de la cabeza amplia, aquellos largos cabellos blancos, aquellos ojos verdosos de expresión alocada, aquella nariz aguileña, aquellos paraguas inverosímiles que lo abrigan en los días lluviosos, aquel lente forjado como para el ojo de un cíclope, que carga en el bolsillo, aquel cuerpecito de gnomo, aquella voz chillona unas veces, cavernosa otras, con que alarga hasta lo infinito las sonoras sílabas latinadas de las liturgias diarias.
Sin embargo cuando pasen muchos años y haya muerto él y lo oiga nombrar y al oír su nombre vuelva yo los ojos hacia los días de hoy, perdidos para siempre en el fondo del tiempo, no lo recordaré ni hermoseado ni ennoblecido por las lujosas vestiduras sacerdotales ni vulgarizado por el ambiente caliginoso del circo...
El Padre León... El paraguas del Padre León... Las misas del Padre León... Las imágenes que entonces, al vibrar en mis oídos, suscitarán esas sílabas no serán las evocadas antes, sino otra, tan precisa, tan neta y al mismo tiempo tan sugestiva que no resisto al deseo de convertirla en unas líneas para esta primera página del álbum que has tenido la peregrina idea de dedicarle...
La esquina de una calle central; el cielo y los lejos negros como boca de lobo, rayados por los hilos de plata de una llovizna fina; el piso húmedo y brillante por la lluvia; allá arriba, entre lo oscuro de la noche, la irradiación fantasmagórica, la claridad deslumbrante e incolora de un foco de luz eléctrica que hace más intensa la sombra alrededor; abajo, en la calle, diez pasos adelante de la lámpara incandescente, esta silueta inverosímil: abajo un paraguas enorme, un paraguas rojo de colosales dimensiones, un duende negro, de un metro de alto, con vestido talar y sombrero plano de anchísimas alas, que lleva en la mano una linterna de vidrios verdes... Sobre el empedrado brillante por la lluvia, la sombra del duende, la cabeza enorme, el cuerpo pequeñísimo, los reflejos rojizos del paraguas y los reflejos verde esmeralda de la linterna se proyectan fantásticos.
El primer instante de verlo así fue delicioso para los ojos que deseaban color, mucho color, fatigados por lo gris del lluvioso crepúsculo. Aquello daba la impresión de una cosa no cierta, irreal...
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