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La democracia como sistema político está en plena crisis. Lo que se consideraba el mejor modelo concebido por la humanidad para articular la convivencia, ha entrado en una fase de permanente cuestionamiento como consecuencia, entre otros motivos, de la quiebra del relato neoliberal, que ya es incapaz de suscitar unanimidades (las razones de esta quiebra son objeto de otros análisis, aunque cabe recordar la gestión del fenómeno migratorio como uno de sus principales factores). Algunos datos, a los que no se les quiere otorgar la importancia que tienen, son suficientemente elocuentes. La creciente abstención en todos los procesos electorales revela una evidente falta de confianza en el voto (son ya muchos los ciudadanos que piensan que “da igual votar o no”). Una reciente encuesta desvelaba que la mayoría de los jóvenes menores de treinta años considera que la democracia no es algo importante en sus vidas (se extiende la percepción de que las grandes decisiones, las que de verdad influyen y afectan, se toman en lugares y por personas que están fuera del circuito democrático). Una consecuencia muy visible de este incipiente estado de descomposición del sistema, que hasta ahora se presuponía infalible, es el generalizado estado de confusión ocasionado por resultados electorales calificados de “antisistema” o “contracorriente” (en este apartado se incluye el vigente debate sobre el auge de la extrema derecha).
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