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Explicación: El 26 de noviembre de 1504, Isabel la Católica fallecía en Medina del Campo. Meses después, exactamente en marzo del año siguiente, su viudo Fernando el Católico convocó Cortes en Toro a fin de concretar la sucesión al trono, según lo dispuesto en el testamento de la fallecida soberana.
Con ello iba a comenzar una de las más feroces crisis dinásticas de la historia de España: la lucha por ejercer la regencia de dos hombres, Fernando de Aragón y Felipe de Habsburgo, en nombre de la única reina propietaria, Juana de Castilla.
Las disposiciones testamentarias de Isabel la Católica no dejaban lugar a dudas: “Ordeno e instituyo por mi universal heredera de todos mis reinos y tierras y señoríos y de todos mis bienes raíces a la ilustrísima princesa doña Juana, archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña, mi muy cara y muy amada hija”.
No obstante, las circunstancias –ya que, como duquesa de Borgoña, Juana residía en Flandes– y la prudencia –dado el evidente desequilibrio emocional de la princesa– hicieron que la reina añadiera: “En caso de que la dicha princesa, mi hija, no esté en estos mis reinos [...] o estando en ellos no quiera entender en la gobernación de los mismos, [...] el rey mi señor rija, administre y gobierne los dichos mis reinos y señoríos, [...] en tanto que el infante don Carlos, mi nieto, heredero de los dichos príncipes, sea de edad legítima [...] para los regir y gobernar”.
Pese a que la reina había dictado testamento en la sola presencia de Gaspar de Gricio, su secretario y notario en funciones, cabe adivinar la mano del rey en sus disposiciones. Es evidente que a Fernando de Aragón le interesaba Castilla, un reino bien asentado, que incluía los territorios americanos y cuyas arcas financiaban mayoritariamente su política mediterránea.
En un documento oficial se reconoció que la salud mental de la reina Juana le incapacitaba para el poder.
Pero, además de acceder a los deseos de su esposo, también es posible que Isabel actuara de acuerdo con el desinterés político mostrado por su hija y alarmada por su inestabilidad emocional. En este último punto insistió, al menos, Fernando el Católico ante las Cortes de Toro, asegurando: “Una de las causas de haberme encargado esta administración y gobierno de estos reinos era que mucho antes de que falleciese, la reina nuestra señora conoció y supo de una enfermedad y pasión que sobrevino a la reina doña Juana”.
Retrato de Fernando el Católico, de Michael Sittow.
Retrato de Fernando el Católico, de Michael Sittow. (TERCEROS)
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Con ello, por primera vez, se reconocía en un documento oficial que la salud mental de la reina Juana le incapacitaba para el poder. Pero ¿era eso cierto?
Es indiscutible que Juana de Castilla sufrió algún tipo de patología psíquica. Ya de niña había manifestado un carácter difícil y contradictorio. Era introvertida, alternaba episodios de euforia con largos períodos depresivos, era extremadamente hipocondríaca y practicaba un misticismo exagerado que la llevaba, en ocasiones, a dormir en el suelo o a mortificarse físicamente.
Algunos autores apuntan la posibilidad de que padeciera algún trastorno de tipo esquizoide, mientras que otros hablan de neurosis obsesiva. En cualquier caso, su estabilidad mental se agravó con los sucesivos partos –Juana dio a luz a cinco hijos en solo siete años– y con su esfuerzo por adaptarse a una corte como la flamenca, tan diferente de la castellana.
De duquesa a princesa
Juana había nacido en Toledo el 6 de noviembre de 1479. Fue la tercera de las hijas de los Reyes Católicos. Como sus hermanos, recibió una esmerada educación, que hizo que se calificara a las princesas como las mejor preparadas de Europa.
En 1495 se concertó su matrimonio con Felipe de Borgoña, hijo y heredero de María de Borgoña y Maximiliano de Austria, al tiempo que su hermano Juan se prometía con la hermana de Felipe, Margarita.
La pasión reinó en los primeros tiempos de su matrimonio, pero Felipe no tardó en revelarse como un marido infiel. Como respuesta, Juana comenzó a manifestar un carácter despótico e inestable e inició una obsesiva vigilancia en torno a su esposo.
Las noticias de su desequilibrio no tardaron en llegar a la corte castellana. Y si Isabel y Fernando albergaban alguna duda, no tardaron en comprobarlo por sí mismos cuando, tras las muertes encadenadas de quienes la precedían en la línea sucesoria de Castilla –sus hermanos Juan e Isabel y su sobrino Miguel de la Paz–, emprendió viaje a España en 1501 para ser jurada princesa de Asturias y Gerona.