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Respuesta:Es importante analizar qué va a suceder con los recursos destinados para seguridad y defensa después de que se firme un acuerdo de paz en Colombia.
Por estos días, y para fortuna de los colombianos, el tema de moda en el país es la paz, un concepto que aún no está completamente claro entre la ciudadanía, pero que para suerte de sus efectos –cualquiera sea la interpretación– resulta conveniente para nuestra sociedad.
En ese camino, vale la pena analizar tres causas principales del conflicto para entender el alcance de la definición: desigualdad, pobreza y educación.
Ahí se resume todo el problema y, de alguna manera, la solución.
Así las cosas, lo correcto sería que en Colombia se hablara de paz, no cuando se firme un acuerdo –pues este sería más bien un escalón–, sino en el momento de soluciones estructurales para las causas anteriormente mencionadas: reducción de los índices de pobreza y desigualdad, educación más accesible, salud gratis o menos costosa, oportunidades para los jóvenes, redistribución de la tierra y recuperación del sector agrícola; básicamente, todo se resume en una esperanza para los menos favorecidos.
Pero, en el supuesto de que todo este planteamiento llegue a buen curso, claramente, uno de los escenarios más cambiantes sería la economía colombiana.
Permítanme soñar un poco con todo lo que podría suceder: los casi 11 billones de pesos que se van a seguridad y defensa –al menos la mitad– se destinarían progresivamente para fortalecer las universidades públicas y ampliar los cupos, lo que permitiría que un mayor número de jóvenes accediera a programas profesionales; de ahí se podrían utilizar unos 3 billones de pesos para contribuir a que la salud sea cada vez más gratuita y menos excluyente.
Y no dejemos de lado la necesidad de invertir en innovación para generarle valor agregado a nuestra, ya escasa, producción.
El campo, sin conflicto armado, sería el eje del abastecimiento interno que, respaldado por un aparato productivo subsidiado, lograría ser competitivo frente a todos los escenarios de tratados de libre comercio. Ya no se invertiría en cañones, sino en camiones para transportar todo lo producido por nuestros campesinos de las regiones más apartadas; eso implica infraestructura y lucha anticorrupción.
Sobre lo primero, basta con recordar que Colombia necesita puertos, carreteras, puentes, túneles, arterias y presencia en las fronteras. Para nadie es un secreto que ese ingrediente garantiza Estado y soberanía.
Pero es necesario pagarles mejor a los funcionarios públicos y generar esquemas de eficiencia en el aparato estatal que garanticen la reducción de la peor enfermedad que tiene el país: la corrupción.
Definitivamente, ese país soñado es el del realismo mágico que nos merecemos.
La economía cambiante de un país en paz es la que nos permitiría posicionarnos a nivel mundial como ejemplo de superación de los fenómenos sociales y la que impulsaría ese anhelado salto hacia el desarrollo económico. Por ahora, despertémonos del sueño y sigamos luchando por subir más escalones hacia la paz.
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