como seria este texto en tercera persona con narrador omnisciente
Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y, cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que registraron mis oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a mi mente la idea de revolución, tal vez porque imaginativamente lo confundía con el ronroneo de una rueda de molino. Esto duró muy poco, pues de pronto cesé de oír. Pero al mismo tiempo pude ver... ¡aunque con qué terrible exageración! Vi los labios de los jueces togados de negro. Me parecieron blancos... más blancos que la hoja sobre la cual trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco; finos por la intensidad de su expresión de firmeza, de inmutable resolución, de absoluto desprecio hacia la tortura humana. Vi que los decretos de lo que para mí era el destino brotaban todavía de aquellos labios. Los vi torcerse mientras pronunciaban una frase letal. Los vi formar las sílabas de mi nombre, y me estremecí, porque ningún sonido llegaba hasta mí. Y en aquellos momentos de horror delirante vi también oscilar imperceptible y suavemente las negras colgaduras que ocultaban los muros de la estancia. Entonces mi visión recayó en las siete altas bujías de la mesa. Al principio me parecieron símbolos de caridad, como blancos y esbeltos ángeles que me salvarían; pero entonces, bruscamente, una espantosa náusea invadió mi espíritu y sentí que todas mis fibras se estremecían como si hubiera tocado los hilos de una batería galvánica, mientras las formas angélicas se convertían en hueros espectros de cabezas llameantes, y comprendí que ninguna ayuda me vendría de ellos.
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Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y, cuando por fin le desataron y le permitieron sentarse, comprendió que sus sentidos le abandonaban. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que registraron sus oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a su mente la idea de revolución, tal vez porque imaginativamente lo confundía con el ronroneo de una rueda de molino. Esto duró muy poco, pues de pronto cesó de oír. Pero al mismo tiempo pudo ver... ¡aunque con qué terrible exageración! Vió los labios de los jueces togados de negro. Le parecieron blancos... más blancos que la hoja sobre la cual trazó estas palabras, y finos hasta lo grotesco; finos por la intensidad de su expresión de firmeza, de inmutable resolución, de absoluto desprecio hacia la tortura humana. Vió que los decretos de lo que para sí era el destino brotaban todavía de aquellos labios. Los vió torcerse mientras pronunciaban una frase letal. Los vió formar las sílabas de su nombre, y se estremeció, porque ningún sonido llegaba hasta él/ella. Y en aquellos momentos de horror delirante vió también oscilar imperceptible y suavemente las negras colgaduras que ocultaban los muros de la estancia. Entonces su visión recayó en las siete altas bujías de la mesa. Al principio le parecieron símbolos de caridad, como blancos y esbeltos ángeles que le salvarían; pero entonces, bruscamente, una espantosa náusea invadió su espíritu y sintió que todas sus fibras se estremecían como si hubiera tocado los hilos de una batería galvánica, mientras las formas angélicas se convertían en hueros espectros de cabezas llameantes, y comprendió que ninguna ayuda le vendría de ellos.