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Respuesta:
Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi
verdugo no vino, sin embargo. Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el
monstruo había abandonado para siempre
aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca:
Mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco
la criminalidad de mi tenebrosa acción. Incoóse
una especie de sumario que apuró poco las
averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad
futura.
Al cuarto día después de haberse cometido
el asesinato, se presentó inopinadamente en mi
casa un grupo de agentes de Policía y procedió
de nuevo a una rigurosa investigación del local.
Sin embargo, confiado en lo impenetrable del
escondite, no experimenté ninguna turbación.
Los agentes quisieron que les acompañase
en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último
rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por
último a la cueva. No me altere lo más mínimo.
Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí l
sótano de punta a punta, cruce los brazos sobre
mi pecho y me paseé indiferente de un lado a
otro. Plenamente satisfecha, la Policía se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera
reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir
una palabra, una palabra tan sólo a modo de
triunfo, y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.
—Señores—dije, por último, cuando los
agentes subían la escalera—, es para mí una
gran satisfacción habrá desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes una buena salud y
un poco más de cortesía. Dicho sea de paso,
señores, tienen ustedes aquí una casa construida—apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso
deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros... ¿Se van ustedes,
señores? Estos muros están construidos con
una gran solidez.
Entonces, por una fanfarronada frenética,
golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en
la mano en ese momento, precisamente sobre la
pared del tabique tras el cual yacía la esposa de
mi corazón.
¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me
libre de las garras del archidemonio. Apenas
húbose hundido en el silencio el eco de mis
golpes, me respondió una voz desde el fondo
de la tumba. Era primero una queja, velada y
encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se hinchó en un prolongado,
sonoro y continuo, completamente anormal e
inhumano. Un alarido, un aullido, mitad
horror, mitad triunfo, como solamente puede
brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que
gozaban en la condenación.
Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí
contra la pared opuesta. Durante un instante
detuviéronse en los escalones los gentes. El
terror los había dejado atónitos. Un momento
después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver,
muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circundantes.
Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y
cuya reveladora voz me entregaba al verdugo.
Yo había emparedado al monstruo en la tumba.
Explicación: