¿Qué sucedió con la iglesia durante el imperio romano?

¡Porfiiiiis! ¡AYUDAAAAA!

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Respuesta dada por: Alons0Tsm
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se extendió por todo el imperio romano temprano, a pesar de las persecuciones debido a conflictos con la religión del estado pagano.

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Respuesta dada por: annasolsaavedrpayczq
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En el año 415, cinco después de que los godos tomaran Roma, Agustín de Hipona anunció un futuro en el que la sociedad estaría compuesta exclusivamente por personas que escrutarían a diario su conciencia y sus pecados mientras rezaban el Padrenuestro. El pronóstico, de acuerdo con el santoral, se habría cumplido ya en 446, fecha en que los siete jóvenes durmientes de Éfeso despertaron de un sueño que duraba desde el año 252, cuando se escondieron en una cueva huyendo de los sicarios de Decio y un sopor divino se apoderó de ellos. Los muchachos se levantaron una mañana convencidos de que había transcurrido sólo una noche y quedaron perplejos al descubrir que se hallaban en un mundo «santificado con iglesias y cruces». Que las cosas ocurrieran así es dudoso, pero que el mundo había sufrido un profundo cambio lo confirma un cronista de entonces, Próspero de Aquitania, quien habla del siglo v no como del siglo de la caída del Imperio Romano, sino del ascenso de la Iglesia cristiana. «Es gloria de los santos que el mundo entero se someta a Dios y a sus leyes», dice Próspero mientras repasa las disputas contra pelagianos o donatistas, mucho más decisivas, a su juicio, que las batallas por las fronteras de Roma o la suerte de los emperadores.

Trescientos años de sinsabores necesitaron los cristianos para afianzar su posición y siglo y medio más de difíciles transacciones para conseguir la hegemonía. Desde que Pedro bautizó al primer gentil, un centurión romano de nombre Cornelio, la nueva fe no hizo otra cosa que poner de relieve sus ansias universalistas, equiparables sólo a la voluntad integradora del propio Imperio. Esta dimensión política, negada taxativamente por los apologistas cristianos, es la causa de que fueran perseguidos primero por los judíos y luego por los romanos, que los consideraron un grupo subversivo, al que atribuyeron innumerables actos de sedición o terrorismo: desde el incendio de Roma en tiempos de Nerón a la revuelta que dio lugar a la destrucción del templo de Jerusalén en tiempos de Tito. Por más que los cristianos insistieran en que para ellos sólo la transcendencia del alma tenía importancia, sus ideas constituían una amenaza para el orden establecido. Proclamar la igualdad de los hombres y la ilegitimidad de la riqueza –los primeros cristianos defendieron el comunismo en una sociedad en la que la posición social dependía del patrimonio– socavaba los fundamentos del sistema romano y explica, sin duda, las persecuciones. Que en la segunda de las diez que hubo entre Nerón y Diocleciano, la de Domiciano, a finales del siglo i, apareciera ya entre los perseguidos la hija de un senador prueba que el cristianismo atrajo pronto a amplios sectores de la población. Su penetración fue tan rápida que, durante el reinado de Séptimo Severo, en torno al año 200, había comunidades cristianas en todas las provincias del Imperio.

La táctica romana de la persecución y el aplastamiento funcionaba mal. Quien más cerca estuvo de causar un grave daño al movimiento cristiano fue Decio con la publicación en el año 250 de un edicto exigiendo a todos los ciudadanos un certificado de un oficial romano que acreditara la realización de al menos un sacrificio en honor del emperador. Muchos cristianos accedieron para evitar dificultades (lo habitual solía ser comprar el certificado sobornando a los oficiales), aunque cuando las aguas volvieron a su cauce, tras el inevitable rosario de ejecuciones, surgió un serio problema dentro de la Iglesia: ¿había que admitir a los réprobos que se plegaron a las exigencias del Estado en vez de sostener en alto la palma del martirio o rechazarlos como traidores? Era una cuestión peliaguda y el conflicto se saldó, como era lógico tratándose de un movimiento dispuesto a ampliar los confines éticos de la civilización romana hasta su misma ruina, con la derrota de los donatistas, grupo partidario de la expulsión. Estos estaban convencidos de que la Iglesia no podía existir sin santidad. Transigir con el mundo era, para ellos, una forma de prostitución. La cruz era el camino que había enseñado Cristo. La Iglesia, sin embargo, soñaba con no dejar a nadie fuera de su seno. Había que abrir las puertas a todos, no sólo a los santos y virtuosos. Y el número de cristianos creció y creció hasta el punto de que Constantino, en el siglo iv, optó por dar un giro radical a la política del Imperio, legalizando su culto, primer paso en el camino que le llevaría a la condición de religión oficial.

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