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La reacción que el encuentro con el mundo occidental provocó en China y Japón -dos civilizaciones feudales y estáticas- fue radicalmente distinta. En China, la incapacidad de adaptación del Imperio y de la sociedad tradicional desembocaría en la revolución (1911), la guerra civil (1927-37, 1945-49) y en la instauración finalmente (1949) de un régimen comunista. En Japón, la revolución de 1867 inició un rápido proceso de occidentalización y modernización que, en el curso de treinta años, hizo del país una potencia militar de primer orden -evidenciada ya por su victoria sobre Rusia en la guerra de 1904-05- y un importante poder industrial y comercial. Las razones de esa diferencia tuvieron que ver, claro está, con las mismas diferencias geográficas entre ambos países. La pequeña extensión de Japón sin duda facilitó el control que el poder central, pieza clave de la reforma, ejerció a todo lo largo del proceso. En todo caso, hizo las cosas (construcción de ferrocarriles y carreteras, electrificación, educación nacional, formación de un ejército moderno...) mucho más simples que en un país de las gigantescas dimensiones y población de China. Pero las razones de aquella diferencia fueron ante todo culturales. La arrogancia de la elite china, educada a lo largo de siglos en la idea de la perfección y superioridad de su cultura y de sus tradiciones, le hizo muy poco receptiva, si no abiertamente cerrada, a toda posible apertura exterior y a toda innovación foránea (tenidas por bárbaras e inferiores)