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Sin esperanza es difícil afrontar el presente y el futuro. El Papa Benedicto XVI lo sabe bien y, por eso, su segunda encíclica habla de la esperanza cristiana, como uno de los mejores antídotos para llenar el vacío de sentido que se ha apoderado de buena parte del mundo contemporáneo.
Por muy fatigoso que sea nuestro presente, será llevadero si se camina hacia una meta. ¿Y qué mejor destino que la vida eterna en el cielo, donde ni ojo vio ni oído oyó lo que Dios tiene designado al hombre que sigue sus mandamientos?
El ser humano tiene como meta su salvación eterna. La fe cristiana cambió la vida de los primeros cristianos. Esa esperanza produjo en sus vidas un cambio radical. Sin embargo, «para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible», escribe el Papa.
El mundo necesita de esa esperanza alegre y confiada de los primeros discípulos de Jesús. El hombre y la mujer del siglo XXI necesitan a Dios, igual que los de los primeros siglos y los de todas las épocas. «De lo contrario -advierte Benedicto XVI- queda sin esperanza».
Por mucha tecnología, por mucho conocimiento sobre la vida, el ser humano no puede ser redimido por una estructura externa. No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Por el amor incondicionado de Dios.
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