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Reforma electoral de 1912
Si bien En esta época de la historia argentina también había elecciones, no eran como las que conocemos ahora, sino que eran en la puerta de la iglesias, eran votos cantados, y o todos tenían la posibilidad de elegir a su gobernadores, por esto el PAN (Partido Autonomista Nacional) siempre ganaba las elecciones ya que estaban arregladas.
Sin embargo a la Unión Cívica Radical (UCR) le parecía injustas estas elecciones porque ellos nunca llegaban al poder, entonces en 1890 hicieron un golpe de estado que terminó con la muerte del presidente Juárez Celman que fue sucedido por su vicepresidente Pelegrini hasta 1892 donde terminaba el mandato del presidente muerto, pero otra vez un presidente del PAN llego al poder.
Entonces 1912 la UCR organizo una nueva revolución, que si bien fracaso, muchos pensaban que se debía integrar ese partido a la vida política nacional, Por esto se propuso la reforma electoral con el fin de descomprimir las amenazas sociales y políticas.
Convencido de que la oligarquía triunfaría en los próximas elecciones, el gobierno del presidente Roque Sáenz peña, hizo un ley que establecía el voto universal, secreto y obligatorio.
Cuando esta ley se aplicó por primera vez en 1916 el triunfador fue el líder de la UCR, Hipólito Yrigoyen.
En lo que concierne al respeto de la voluntad del pueblo para elegir libremente a sus autoridades el sistema consagrado en la Constitución Nacional de 1853 fue una verdadera farsa hasta que el presidente Roque Saenz Peña, en 1911, envió al Congreso el proyecto de reforma electoral. La denominada Ley Saenz Peña, sancionada en 1912, propiciaba, entre otros aspectos, el sufragio universal, obligatorio, un nuevo empadronamiento, y una cuestión fundamental: el voto secreto.
Esta verdadera arma electoral fue utilizada por los argentinos para terminar con la hegemonía conservadora de más de medio siglo. El 2 de abril de 1916 se realizaron las primeras elecciones presidenciales con total imparcialidad oficial, que consagró como presidente a Hipólito Yrigoyen por la Unión Cívica Radical, para el período 1916-1922. Aunque no se puede hablar legitimidad plena de la representación de las autoridades porque el 50% de la población no pudo participar del proceso eleccionario dado que no se permitía votar a las mujeres.
La Ley Sáenz Peña (1912)
Roque Sáenz Peña ni bien asumió la presidencia, en su primer mensaje ante el Congreso Nacional, manifestó sus ideas sobre el sufragio libre, obra que se proponía concretar.
La Reforma Electoral proyectada por el Ministro del Interior, Dr. Indalecio Gómez, requería una Ley de Enrolamiento General de los ciudadanos nativos y naturalizados y la confección de un nuevo padrón electoral.
Con estas medidas el Poder Ejecutivo perdía la posibilidad de preparar los padrones electorales, como lo venía haciendo, a su beneficio. El enrolamiento estaba a cargo ahora del Ministerio de Guerra y el Poder Judicial tendría que indicar quienes organizarían las elecciones y quienes estarían en condiciones de votar.
El proyecto de Ley electoral estuvo listo a fines de 1910 y fue aprobado luego de arduos debates. La Ley Sáenz Peña, puesta en vigencia en 1912, establecía:
Voto secreto, libre, individual, obligatorio.
Sistema de lista incompleta: la mayoría obtenía 2/3 de los cargos y el tercio restante lo ocuparía la primera minoría.
El radicalismo abandonó su actitud abstencionista y triunfó en las elecciones de Santa Fe de 1912 y en las elecciones para diputados nacionales de ese mismo año, por la capital.
Los partidos políticos, como consecuencia de la Ley Sáenz Peña, tuvieron que reorganizarse: revisar sus Cartas Orgánicas, crear centros seccionales o comités, convocar a convenciones o congresos y elaborar plataformas electorales.
Respuesta:
La guerra santa es una guerra que se hace por motivos religiosos, y que con frecuencia supone una recompensa espiritual para quienes participan o mueren en ella. Las guerras de religión de Francia, las cruzadas y la yihad islámica suelen presentarse popularmente como ejemplos de guerra santa,1 aunque algunos especialistas no concuerdan plenamente con dichas identificaciones,2 o distinguen entre las expresiones «guerra sacralizada», «guerra santa» y «cruzada».
El esquema más corrientemente admitido es el de una evolución por escalones sucesivos, que permitió pasar de la guerra justa a la guerra sacralizada, después a la guerra santa y, por último, a la cruzada. Jean Flori, autor de numerosos artículos y síntesis sobre el tema, piensa en un itinerario diferente: la guerra justa no precedió a la guerra santa; más bien fue la imposibilidad de decidir si una guerra era santa la que impuso el recurso a la guerra justa.3
Se ha utilizado la idea de «guerra santa» en épocas diversas y en numerosos conflictos, religiosos o no, normalmente para legitimar intereses geopolíticos o económicos. Son ejemplos clásicos de guerra santa las cruzadas o las guerras católicas contra las consideradas herejías (cátaros, protestantes, etc.). La guerra civil española se puede considerar cruzada porque la lucha tuvo por objeto liberar territorios que otro día fueron cristianos y de los que se hicieron dueños los enemigos de la fe, destruyendo todo el testimonio o vestigio del cristianismo por odium fidei.7 Aunque oficialmente no fue declarada cruzada por el pontífice Pío XII, así se la denominó oficiosamente durante la dictadura de Francisco Franco.
El Concilio Vaticano II hizo una condena explícita a la crueldad de la guerra,8 llegando a instar «a procurar con todas nuestras fuerzas preparar una época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra».9 Algunos escritores católicos, comentando al propio Vaticano II, fueron aún más explícitos en referencia a las llamadas «guerras santas»:
No es el Vaticano II un concilio de defensa, a tenor del cual la cristiandad se replegara sobre sí misma para salvaguardar de la corrupción sus tesoros. No es tampoco un concilio batallador, inspirado en el equívoco designio de conquista. La Guerra Santa es santa en la medida que deja de ser guerra. No importa tanto conquistar cuánto ser uno mismo conquistado por el amor. [...] No es éste, por supuesto, un concilio de defensa ni de ataque. Se trata de un concilio de amor. «¡Sea el amor el único vencedor de todos!», pedía hoy conmovido Pablo VI (en el discurso de cierre del Concilio).10
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