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La división entre unitarios y federales, (con truculentos detalles de nuestra elegante historia de dicotomías, odios, montescos y capuletos criollos) fue bandera de todas las batallas, guerras, conmociones, asesinatos y hasta rencillas domésticas del siglo XIX.
Siempre creí que si de un plumazo borrásemos toda la historia de nuestro siglo XIX pocos lo percibirían y nadie lo lamentaría.
Ha sido el registro de dos malones dándose muerte por cualquier motivo. En el fondo, como ya nos lo enseñara el hermano Marx, la cuestión era económica. Si Buenos Aires era la cabeza y puerto natural de la Nación, ¿tenía derecho al cobro íntegro de los impuestos y alcabalas aduaneras por su privilegio geográfico?, ¿qué había para el resto del inmenso territorio, por entonces 14 provincias-estados?, ¿se quedaban mirando la repartija?, ¿pedían limosnas?
Los unitarios sostenían que sólo Buenos Aires tenía derecho a recaudar y gastarse los morlacos en la construcción de la ciudad capital. Los federales objetaban que cada provincia litoral tenía derecho a tener su propio puerto, sus recaudaciones y beneficios ya que las mercaderías que percibían impuestos provenían de todo el territorio argentino, no solamente de Buenos Aires, y que por ese derecho las retendrían y después invertirían en la construcción de sus ciudades y carreteras por entonces muy maltrechas, tal como la habían dejado los Borbones desde la colonia.
Domingo Faustino Sarmiento, sanjuanino, debería haber sido federal pensando con cierta lógica. Él mismo, como ministro de gobierno de su provincia sufrió la discriminación de la “cabeza de Goliat” como llamó Martínez Estrada a Buenos Aires. Pero no, David se hizo goliatista y yo diría que fanático que es la peor forma de la convicción porque sólo razona en un sentido. Como decía el finado Churchill: “Un fanático es alguien que no puede cambiar de idea y no quiere cambiar de conversación”, Sarmiento se hizo unitario y centralista a ultranza. Llegó a Presidente e impuso la política centralista como nadie antes.
Sarmiento fue el segundo presidente-escritor que padecimos los argentinos. El primero había sido Bartolomé Mitre, quien nos llevó a la desastrosa Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay y después nunca nos explicó por qué. Escribió dos obesos tomos de Historia Argentina pero en vano les aplicarán el buscador de Google; nunca hallarán ninguna explicación de sus medidas de gobierno en todo cuanto escribió. No debo olvidar decir que Mitre empezó esa guerra y Sarmiento la terminó, aún con más crueldad y énfasis carnicero que su precursor.
Sarmiento escribe una obra, entre novela, historia, biografía y fantasía que todos conocerán: “Facundo. Civilización y barbarie” que aparece en 1874. El personaje central es el caudillo federal de la provincia de La Rioja, el legendario Facundo Quiroga que había sido asesinado en 1835. Sarmiento lo escoge entre miles de caudillos y caudillejos para hacer de él un mal ejemplo, un antagonista perfecto de la felicidad de los pueblos, la grandeza de la Nación, la escarapela, el himno y todos los valores suntuarios que utilizan los militares para exaltar el espíritu patriótico en las efemérides nacionales