Respuestas
Respuesta:
Lo cierto es que la primera casa
relevante fue, al menos para mí y no
siempre por buenas razones, la de la
calle Capurro. En primer término, allí
nació mi hermana; en segundo, mi
viejo cambió de trabajo y ello redundó
en un considerable aumento en sus
entradas; en tercero y último, me
enfermé de cierto cuidado y el médico
prohibió que concurriera al colegio. La
convalecencia fue interminable, pero
pasados los primeros meses mi viejo
contrató a una maestra particular que,
tres veces por semana, dedicaba cuatro
horas diarias a mi (deformada)
formación.
Se llamaba Antonia Vico. Recuerdo el
apellido porque rimaba con abanico, y
éste era un artefacto que ella llevaba en
las cuatro estaciones. Aunque siempre
estaba acalorada, mi madre nunca le
ofrecía el ventilador, pues en mi
condición de eterno convaleciente una
mera corriente de aire podía
provocarme una recaída, o, en el más
leve de los casos, una serie de treinta y
dos estornudos. Me consta que era
delgada, con piel muy blanca y unos
ojos oscuros que me dedicaban dos
tipos de miradas: una, dulce y
comprensiva, cuando mis padres
estaban presentes, y otra, inquisidora y
severa, cuando nos dejaban solos. En resumidas cuentas, no fue un amor a primera vista.
En general, cuando un niño cualquiera goza de una maestra privada para su exclusivo desgaste, la tendencia
natural es a recibir la lección del lunes y luego darle una lectura rápida para así quedar bien cuando llegue el
repaso del miércoles. Yo en cambio hacía todo lo contrario: estudiaba el lunes la lección que ella iba a
impartirme el miércoles, lo cual provocaba en la pobre muchacha una gran frustración, una suerte de vacío
pedagógico, y acaso el temor de que si mis padres se enteraban de que yo avanzaba en mis conocimientos sin
que su aporte didascálico* fuera imprescindible, decidieran prescindir de tan fútiles servicios. Sin embargo, yo
podía ser perverso pero no delator, de modo que nunca comenté con mis padres mis retorcidas tretas de
alumno. Mi objetivo no era que Antonia se quedara sin trabajo, sino más bien que tomara conciencia de con
quién se las veía. De modo que así seguimos: yo anticipándome a su lección, ella aprendiendo a respetarme.
Como me sabía cada tema al dedillo, y detectaba de inmediato cualquier desvío u omisión de su parte, a veces
parecía que era yo quien tomaba la lección y ella la que pasaba apuros.
Sólo seis meses después de una inflexible aplicación de esa técnica, o sea cuando al fin estimé que mi
honorabilidad estaba a salvo, decidí permitirle que nuestra relación retomara un ritmo más normal y en
consecuencia acepté que me dictara la lección antes de yo aprenderla. De más está decir que me lo agradeció
en el alma y a partir de ese reajuste empezó a mirarme con ojos dulces y comprensivos, aun cuando mis
padres no estaban presentes. Tengo la impresión de que hasta llegó a amarme. Y a esta altura ya no vale la
pena ocultarlo: creo que también la amé un poquito, tal vez porque aquella mirada dulce, que ahora disfrutaba
en exclusividad, me derretía por dentro.
Explicación: