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Nuestras democracias afrontan tres nuevos retos: las crecientes desigualdades sociales, la precarización laboral y la transformación tecnológica del trabajo. Son desafíos que demandan una reorganización de la democracia sobre la base de la reformulación de las cuestiones públicas, la definición de un nuevo marco social y el establecimiento de nuevos valores más acordes con la dimensión humana del progreso. Por José Félix Tezanos.
El funcionamiento actual de la democracia, y sus perspectivas de desarrollo futuro, se encuentran condicionadas por la acentuación de las desigualdades y por las tendencias de dualización que se detectan en los perfiles de la estratificación de las sociedades de nuestro tiempo, así como por la precarización laboral y las transformaciones en el trabajo que están teniendo lugar en los nuevos sistemas tecnológicos de producción.
El futuro de nuestras sociedades va a depender de la manera en que se engarcen estas tres dimensiones de la experiencia humana de vida en común. Si las desigualdades aumentan, si el trabajo se precariza y, al mismo tiempo, las oportunidades de empleo se deterioran, la democracia acabará viéndose afectada.
Y, de manera paralela, si la democracia se debilita y no es capaz de encontrar soluciones para problemas vitales que conciernen a tantas personas, se agudizarán aún más las tendencias de dualización social y la crisis del trabajo. Se trata, pues, de tres cuestiones directamente interconectadas.
Lo que está ocurriendo en nuestras sociedades revela que se están produciendo fallos en los procedimientos establecidos de representación política y que existen demandas importantes para el futuro de la convivencia que no están siendo bien solucionadas.
Por ello hay que perfeccionar los sistemas democráticos, no sólo porque tal perfeccionamiento forma parte de la lógica del progreso en la evolución histórica y el avance de la civilización humana, sino también porque es necesario corregir disfunciones y desajustes de representación.
Cuestión de credibilidad
No estamos ante un asunto de laboratorio, ni ante una minucia propia de profesores de universidad encerrados entre las polvorientas paredes de sus bibliotecas. Se trata de una cuestión práctica, que afecta al porvenir de nuestras sociedades, a su propia habitabilidad futura. Y, por supuesto, y debido a ello, es algo que va a condicionar la credibilidad de un tipo de regímenes políticos verdaderamente merecedores del calificativo de democráticos.
Consecuentemente, los análisis sobre el futuro político deben poner suficiente énfasis en los procesos sociales que subyacen en la realidad práctica de la democracia, contribuyendo a resaltar los efectos erosivos que las desigualdades socio-económicas pueden tener para un modelo de "república" de ciudadanos iguales, como aquel al que los regímenes democráticos aspiran por principio.
La democracia no debe entenderse solamente como un sistema de articulación de la representación política o de equilibrios institucionales, sino que tiene que ser contemplada también como un sistema orientado a encontrar las mejores soluciones a los problemas sociales planteados en la convivencia. Por ello se ha asistido a un desarrollo histórico de la noción de ciudadanía social y a una evolución de los modelos democráticos.
Rectificar los riesgos
Por lo tanto, uno de los principales retos en la fase política en la que nos encontramos es rectificar los riesgos de deriva hacia una grave acentuación de las desigualdades y hacer frente a la actual crisis del trabajo, inaugurando nuevas formas de entender la pertenencia y la corresponsabilización social.
Si no se responde a estos riesgos de manera satisfactoria, si los ciudadanos no ven en la democracia una vía adecuada para remontar tales problemas y solucionar la crisis de lo social (equidad) y de lo laboral (desempleo y precarización) se acabará poniendo en cuestión la propia credibilidad de los sistemas de representación.
Para superar tales dificultades se necesita una nueva forma de orientar las cuestiones públicas, un marco distinto de definición de las prioridades sociales y humanas y un sistema de valores que permita alcanzar traducciones políticas más fieles de las aspiraciones colectivas.
Y lo más importante fue que logros sociales como los relacionados con la universalización en el acceso a los bienes de la educación y de la cultura, la atención sanitaria, las prestaciones sociales básicas, o las oportunidades de un bienestar social razonable para todos, se alcanzaron sin grandes desajustes sociales. Sólo fueron necesarias inversiones públicas importantes que completaron y añadieron lo que faltaba en aquellos escenarios sociales, al tiempo que se potenciaba el papel equilibrador del Estado.
Respuesta:
las crecientes desigualdades sociales, la precarización laboral y la transformación tecnológica del trabajo.
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