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Bernardo Monteagudo es una de las figuras más cautivadoras de la emancipación hispanoamericana. Hijo del misterio, vivió de drama en drama y terminó su vida con una tragedia. Viajero incansable, de Buenos Aires a Panamá, actuó
en la lucha por la libertad desde 1809 a 1825. Su prosa lo
distingue entre todos los escritores de su tiempo. Fué, según
Ricardo Rojas, "el más hábil prosista de la independencia
americana". Su gloria estuvo envuelta en sombras y sus ideas
no fueron bien entendidas. Hoy hay pocas dudas sobre sus
escritos. Son suyos los densos de ideas y no le pertenecen los
que sólo encierran palabras y pobres flores de retórica. Él
continuó en el Plata y en toda América el esplendor liberal
del razonamiento de Moreno. Ninguna otra pluma de su tiempo alcanzó su elevación y su energía. Su paralelo con Moreno
sólo puede hacerse en forma ideal. Son los personajes los que
se asemejan en el vigor de su mente y en sus principios liberales. Sus ideas son a menudo distintas porque distintas eran
también las épocas y porque los problemas que enfrentaban
no tenían tampoco rasgos comunes. No puede, por tanto, repetirse que Monteagudo es el continuador de Moreno. Por el
contrario: en alguna oportunidad, Monteagudo aludió a Moreno sin comprenderlo y sin admirarlo. El mismo Monteagudo tampoco fué comprendido. Tuvo calumnias y hasta fué llamado histérico, y se habló, en sus ideas, de fuertes contradic177
ciones. Fué presentado como un demagogo y un fanático de
la libertad. Sus enemigos llegaron a escribir, después de su
muerte: "Ideas liberales le acabaron; ideas liberales le enterraron". Este joven y extraordinario luchador —no tenía
cuarenta años cuando lo asesinaron— se nos presenta como
la antítesis de lo que imaginaron sus intérpretes. No varió de
doctrina ni necesitó amoldarse a los cambios de la política
mundial y lejos de ser un exaltado de la demagogia fué un
liberal lleno de moderación, contrario a los gobiernos populares, sin frenos, que confunden libertad con desorden y gobierno de las masas. En este sentido, no adaptó sus ideas a los
hechos exteriores, sino que, en forma interrumpida, trató de
imponer a los hechos sus ideas. No tuvo de la Patria el concepto moderno que empezó a formarse años después y tenemos nosotros. Su patria eran las Provincias Unidas y también
toda América. Una sola vez, en sus escritos, emplea la palabra argentinos y es para referirse a los habitantes de Buenos
Aires. Los demás eran americanos y la libertad por la cual
él luchaba era también una libertad para el Continente. Odiaba la anarquía, el federalismo y los amores a esas patrias chicas que nada representan. Quería una América unida y fuerte, gobernada por un liberalismo idealista fundado en el estudio y en el desprecio al fanatismo religioso. Temía, como hombre de gobierno, la intervención inculta de las masas con sus
caprichos y sus violencias. Era, pues, un furibundo antidemócrata al par que se presentaba, desde el punto de vista idealista, como un entusiasta liberal. Cosechó, así, la incomprensión y el odio de los demócratas y de los absolutistas y clericales. La historia del mundo lo había educado con grandes
ejemplos, y las obras de filósofos griegos, historiadores romanos, políticos anglonorteamericanos y pensadores de su tiempo llenaron su mente de principios que él transformó en ideas
propias, en doctrinas y en teorías ricas y nuevas. La influencia de Rousseau fué en él más fuerte de lo que hasta ahora se
ha sospechado. Todos sus pensamientos sobre los derechos naturales del hombre y la forma en que pueden regirse son una
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glosa pura del Contrato social. Ésto no significa, de ningún
modo, influencia de la revolución francesa. Hay que distinguir entre un filósofo inspirado en la filosofía griega y enseñanzas del cristianismo y los hechos históricos que se conocen
con el nombre de Revolución francesa. Si Rousseau fué admirado por los revolucionarios franceses, también lo fué por los
idealistas de otras partes del mundo; pero no puede decirse
que unos influyeron sobre otros. Quien influyó sobre todos fué,
simplemente, Rousseau. Monteagudo tenía una conciencia profética de su destino y anunció a menudo la sospecha inconsciente de su tragedia. La fatalidad, en efecto, estuvo a su lado y a veces él mismo representó la fatalidad. Todos sus pasos coincidieron con hechos de sangre, con luchas y violencias.
Nada de misterioso hay en ésto. Era un déspota que odiaba a
los déspotas y un liberal que detestaba a los liberales. Contradicción profunda y extraña, pero única para comprender su
genio y su destino. Nunca actuó con dulzura ni tolerancia.
Hablaba de morir por la libertad y no se compadeció de quie