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n un lejano país de Occidente que ya no figura en ningún mapa, hace muchos años –tantos, que no es posible contarlos—vivió Fátima, la hilandera. Aprendió el oficio de su padre, que había forjado su fortuna con sus manos prodigiosas: siempre separando, retorciendo y tensando los filamentos del cáñamo hasta volverlos madeja.
Sucedió que una vez los dos emprendieron una larga travesía por el Mediterráneo.
–Cuánto quisiera, hija mía, que en este viaje conozcas a algún joven rico con quien puedas casarte –dijo el padre sin saber que su deseo, en el fondo, era distinto: ¡solo quería ver a Fátima feliz!
El universo supo interpretarlo. Y labró, silencioso, su destino. ¡Ay, si conociéramos de antemano nuestro porvenir! ¡Si pudiéramos ver los hilos invisibles que nos llevan a andar ciertos caminos!
Porque aquella noche, el barco en que viajaban de camino a Creta naufragó. Y Fátima perdió a su padre. Ella llegó, exhausta y asustada, a una costa de Alejandría donde la acogió una familia de tejedores.
Eran pobres. No tenían en el mundo otra cosa que su oficio para darle. Y Fátima –intuyendo tal vez los hilos invisibles que se iban extendiendo hacia su porvenir– dejó atrás su pasado de carreteles y madejas, de comida caliente y una cama mullida, para hacerse tejedora. Y aprendió todo sobre los nudos y las tinturas, sobre los peines y las púas que se utilizaban en aquel entonces para dar forma a los paños. Y lejos de sentirse desdichada por todo lo que había perdido, Fátima se permitió ser feliz.
Y Fátima, nuevamente, confió en su suerte. Confió aunque la expusieron en el mercado, frente a los ojos arrogantes de un montón de hombres ricamente vestidos. Confió a pesar del llanto y la desolación de sus compañeros, que no se resignaban a entregar su libertad. Y así, otra vez intuyendo los hilos invisibles que se extendían hacia su porvenir, Fátima tejedora se volvió esclava.
Y aprendió a servir a otros. Y a organizar su trabajo. Y a mantener la calma frente a los gritos autoritarios. Y a usar su ingenio para satisfacer cualquier demanda, por más imposible que fuera.
Porque Fátima tuvo que aprender el trabajo de cien hombres. Su amo fabricaba mástiles y aunque la compró pensando que iba a ser sirvienta de su esposa, terminó empleándola en su aserradero cuando unos piratas desbarataron su negocio y secuestraron a todos sus obreros.
Y Fátima, entonces, aprendió todo sobre los mástiles. Y se ganó el respeto de su amo.
–Eres pequeña, Fátima, y puedes cargar sin embargo pesadísimos mástiles. Sabes elegir buena madera y anticiparte a mis órdenes. ¿De qué serás capaz cuando te sientas libre? ¡Comprobémoslo! Te otorgo la libertad para que viajes a Java: asegúrate de vender los mástiles a buen precio.
Fátima emprendió, feliz, aquel nuevo viaje. Pero quiso la fortuna que sus desdichas no acabaran: al pasar por la costa China, un terrible tifón dio vuelta el barco. Y toda la carga se perdió. Y Fátima, otra vez, sobrevivió a un naufragio. Y se quedó sin nada.
Caminó durante días por las playas de aquel país desconocido, tan inmensas y hermosas. Se enamoró de los jardines que serpenteaban los caminos hacia tierra adentro. Conoció las magnolias, el bambú y los cerezos; la oveja azul y los yaks salvajes. Aprendió el idioma más bello y musical del mundo y sintió que, por fin, se acercaba a su destino.
No sabía entonces, todavía ─¡Ay, de los hilos invisibles!– que una vieja leyenda circulaba en China. La de cierta mujer extranjera que sería capaz de levantar una tienda para el emperador. Los heraldos de la corte encontraron a Fátima en una vieja aldea. Y la llevaron a la Ciudad Imperial.
─¿Cómo te llamás, extranjera? ─dijo el emperador con tono autoritario. Con la humildad de una esclava, Fátima contestó.
─¡Hazme una tienda! ─ordenó, inclemente, el soberano. Por el tono de su voz, Fátima comprendió que de aquel encargo dependía su vida.
Mantuvo la calma, sin embargo. Pidió sogas, pero no las había. Pidió una tela fuerte, pero todos los paños en China eran frágiles como la seda. Pidió que, por lo menos, le dieran fuertes vigas pero no consiguió más que unas cuantas cañas de bambú, quebradizas y débiles.
Y entonces, usó su ingenio. Y organizó el trabajo, como en tiempos de esclavitud. Y los hilos invisibles, por fin, empezaron a verse.
Y así Fátima (la hilandera) separó, retorció y tensó los filamentos de un cáñamo hasta volverlos madeja. Y consiguió la soga.
Y Fátima (la tejedora) anudó, tiñó, punzó y peinó los frágiles paños orientales hasta volverlos resistentes. Y consiguió una tela fuerte y vistosa.
Y Fátima (la obrera, la que tenía la fuerza de cien hombres) recorrió los bosques de China hasta hallar la madera perfecta para hacer mástiles. Y consiguió las vigas.
Alzó la tienda ante los ojos atónitos del emperador y sus heraldos. Y todos, en aquellas tierras lejanas y extranjeras que ahora ella sentía como propias, la admiraron.