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en breve
Por un lado, el petrismo no es solo un movimiento popular sino también un ejercicio intelectual respaldado por figuras que cumplen décadas de hacer política. Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX el bipartidismo creó la ilusión de que Colombia era una pugna sangrienta: “Una sociedad más equitativa pero caudillista” versus “una sociedad más jerárquica pero católica”. Hoy, luego de que el liberalismo se uniera al conservatismo en aquel Frente Nacional que conjuraba la guerra creada por ellos mismos, luego de que la apertura de la Constitución de 1991 hiciera más fácil armar movimientos políticos y más difícil retener a “la gente” en los partidos, tanto el establecimiento como sus antagonistas viven en busca de nombres que los reúnan.
Por otra parte, el uribismo no es solo el temor y el referente y el refugio de la clase política del siglo XXI sino también una expresión popular verificable en las urnas. Desde finales del siglo XX, cuando tanto las élites como los pueblos colombianos fueron barajados por el narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo, los candidatos presidenciales se definieron en relación con una subversión que se había vuelto en contra del pueblo que decía reivindicar. Hoy, cuando las FARC no sólo han dejado de existir, sino de influir, cuando el plebiscito creó la ilusión de una sociedad partida en dos y a la izquierda ya no se le echa la culpa de la lucha armada, sino, con mucho menos éxito, del fracaso de Venezuela, los cínicos partidos han encontrado en Petro a un antagonista con vocación de antagonista.
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