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Una de las experiencias más dolorosas y sangrantes que un cristiano sensible puede sufrir, es la división de su Iglesia o denominación. Un sentimiento que puede compararse al dolor que causa un divorcio, sobre todo para los hijos del matrimonio roto. En mi caso, supe lo que era una división muy pronto, cuando llevaba apenas un año caminando con Dios y la pequeña congregación a la que asistía, en un suburbio de Buenos Aires, se dividió. ¡Cuánto dolor! ¡Cuántas pérdidas irrecuperables! ¡Cuántos años costó la restauración! ¡Y qué humillante la fea cicatriz que nos quedó!
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