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Los cilios, unas minúsculas proyecciones musculares parecidas a los cabellos que sobresalen de las células que recubren las vías respiratorias, son uno de los mecanismos de defensa del aparato respiratorio. Los cilios propulsan una capa líquida de mucosidad que recubre las vías respiratorias.
La capa de mucosidad atrapa microorganismos patógenos (microorganismos potencialmente infecciosos) y otras partículas, impidiendo que lleguen a los pulmones.
Los cilios se agitan más de mil veces por minuto y desplazan hacia arriba la mucosidad que recubre la tráquea a una velocidad aproximada de 0,5 a 1 cm por minuto. Los microorganismos patógenos y las partículas que quedan atrapados en esta capa de mucosidad son expulsados al toser o arrastrados hasta la boca y deglutidos.
Los macrófagos alveolares, un tipo de leucocitos (glóbulos blancos) situados en la superficie de los alvéolos, constituyen otro mecanismo de defensa pulmonar. Para realizar el intercambio gaseoso, los alvéolos no están protegidos por moco ni cilios, ya que su grosor haría más lento el trasiego de oxígeno y dióxido de carbono. En lugar de ello, los macrófagos alveolares buscan las partículas depositadas, se adhieren a ellas, las ingieren, las matan si están vivas y las digieren. Cuando los pulmones están expuestos a graves amenazas, pueden incorporarse desde la circulación glóbulos blancos adicionales, especialmente neutrófilos, para contribuir a ingerir y eliminar los agentes patógenos. Por ejemplo, cuando una persona inhala una gran cantidad de polvo o se está defendiendo de una infección respiratoria, se producen más macrófagos y se reclutan más neutrófilos.