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Durante el virreinato era regla que los entierros se hicieran principalmente en el interior de las iglesias, aunque también se utilizaron atrios y conventos. La Iglesia siempre estuvo presente en la espera y la llegada de la muerte, despertando la preocupación y el celo de los fieles mediante misas, fundaciones y donativos para ocupar el sitio escogido o designado para el eterno descanso.
La muerte para el hombre que vivió en el periodo virreinal era un hecho natural; la concebía como un acto lógico y aceptado plenamente, pues representaba el inicio de una vida eterna en el reino de Dios. Para ello el cuerpo debía reposar en la tierra de donde fue formado, de acuerdo con la referencia bíblica sobre el origen de la humanidad .
Así, esa idea de vivir muriendo fue materializada por la religiosidad en la Nueva España desde el siglo XVI hasta la primera mitad del XIX. Esto se manifestó mediante el culto íntimo, interior, determinado por las costumbres sociales, en especial el de la familia, en cuyo seno tenía lugar el deceso, y por otro, externo y colectivo, que salía de ese ámbito y permitía la manifestación pública del dolor en actos religiosos que invadían la vida cotidiana: procesiones fúnebres, oraciones, misas y sermones.