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La aventura de la cueva de las serpientes
En mi segundo viaje a África Occidental conocí a bordo del barco a un hombre que se
dirigía hacia aquellas tierras para trabajar en una plantación de plátanos. Me confesó
que solo tenía miedo a las serpientes. Yo le dije que generalmente las serpientes
estaban muy preocupadas por quitarse de en medio, y que era improbable que viera
muchas. Esta información pareció animarle, y prometió que me avisaría si conseguía
ver algún ejemplar mientras yo estuviera por el norte del país. Le di las gracias y
olvidé todo al respecto.
La noche anterior a mi regreso, mi joven amigo se presentó en su coche, muy
excitado. Me contó que había descubierto un foso lleno de serpientes en la plantación
de plátanos donde trabajaba, y me dijo que todas eran mías, ¡con tal de que fuera y
las sacara! Yo acepté, sin preguntarle cómo era aquel foso, y partimos en su coche
hacia la plantación.
Para mi consternación, descubrí que el foso parecía una sepultura grande, de cuatro
metros de largo, uno de ancho y unos tres de hondo, aproximadamente. Mi amigo
había decidido que la única forma en que podía bajar era descolgándome con una
cuerda.
Le expliqué apresuradamente que para cazar serpientes en un foso como aquel
necesitaba una linterna. Mi amigo entonces ató una gran lámpara de parafina al
extremo de una larga cuerda. Cuando llegamos al borde del foso y descolgamos la
lámpara, vi que el interior estaba lleno de pequeñas víboras del Gabón, una de las
serpientes más mortíferas de África Occidental, y todas ellas parecían muy irritadas y
trastornadas, y alzaban sus cabezas en forma de pala y nos silbaban.
Como no había pensado que tendría que meterme en el foso con las serpientes,
llevaba puestas unas ropas inadecuadas. Unos pantalones finos y un par de
zapatillas de goma no ofrecen protección contra los colmillos de dos centímetros y
medio de longitud de una víbora del Gabón. Expliqué esto a mi amigo y él me cedió
con toda amabilidad sus pantalones y sus zapatos, que eran bastante gruesos y
fuertes.
Así pues, en vista de que no podía encontrar más excusas, me até la cuerda a la
cintura y empecé a descender al foso.
Poco antes de llegar al fondo, la
lámpara se apagó y uno de los
zapatos que me había prestado mi
amigo, y que me estaban demasiado
grandes, se me cayó. Así que allí
estaba yo, en el fondo de un foso de
tres metros de profundidad, sin luz y
con un pie descalzo, rodeado de
siete u ocho mortíferas y
extremadamente irritadas víboras
del Gabón. Nunca había estado más asustado. Tuve que esperar en la oscuridad, sin
atreverme a moverme, mientras mi amigo sacaba la lámpara, la llenaba, la volvía a
encender y la bajaba de nuevo al foso. Solo entonces pude recuperar mi zapato.
Con luz abundante y ambos zapatos puestos me sentí mucho más valiente, y
emprendí la tarea de atrapar las víboras. En realidad era bastante sencillo. Con un
bastón ahorquillado en la mano me aproximaba a cada reptil, lo sujetaba con la
horquilla y luego lo cogía por el dorso del cuello y lo metía en mi saco de serpientes.
Había que tener cuidado de que, mientras estaba cogiendo una serpiente, alguna
otra no se acercara serpenteando por detrás. Sin embargo, todo transcurrió sin
incidentes, y media hora después había cogido ocho de las pequeñas víboras del
Gabón. Pensé que ya era suficiente como para seguir adelante, así que mi amigo me
sacó del foso.
Después de aquella noche llegué a la conclusión de que capturar animales solo es
peligroso si corres riesgos tontos.
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