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Las emociones se han estudiado, principalmente, por el papel adaptativo que han jugado a través de la evolución del hombre.
Gracias a las emociones se produce una activación que nos proporciona la energía necesaria para responder, rápidamente, a un estímulo que atente a nuestro bienestar físico o psicológico, permitiendo así, nuestra supervivencia.
Sin embargo, en los últimos años, se ha descubierto que las emociones pueden ser, también, perjudiciales para la salud, influyendo en la contracción de ciertas enfermedades, perdiendo, en este sentido, su valor adaptativo.
Finalmente se empieza a aceptar que disturbios psicológicos leves o intensos pueden causar enfermedades en el cuerpo propiamente tal. Nuestras abuelas ya lo sabían: nos decían que la tristeza, la preocupación obsesiva y otros sentimientos podían dañar el corazón, provocar úlceras, arruinar el cutis y hacernos más vulnerables a las infecciones (Damasio, 1994).
Este vínculo entre las emociones y la salud, va mucho mas allá de que ciertas emociones, las negativas, hagan más vulnerables a las personas a contraer una enfermedad, o que otras emociones, las positivas, favorezcan la recuperación de una dolencia. Con esto, se está estableciendo la relación mente/cuerpo.
Esto trae consigo todo un cambio en el tratamiento de enfermedades, ya que ahora se deberán tomar en cuenta, como relevantes, los factores psicológicos de las personas enfermas, para así intervenir sus emociones con el objetivo de mejorar la salud.
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