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El atentado de Niza, enésimo de una serie infinita, obliga a tres observaciones rápidas y, en cierto modo, banales. La primera es que el ISIS se ha apoderado de toda la violencia del planeta. Aunque no se haya probado ningún vínculo entre el autor del atentado de Niza y el yihadismo francés o internacional, es […]
El atentado de Niza, enésimo de una serie infinita, obliga a tres observaciones rápidas y, en cierto modo, banales.
La primera es que el ISIS se ha apoderado de toda la violencia del planeta. Aunque no se haya probado ningún vínculo entre el autor del atentado de Niza y el yihadismo francés o internacional, es como si todos los asesinos del mundo -al menos los que tienen un apellido árabe- se hubiesen autorreclutado para Daech y todos los gobiernos del mundo -al menos los occidentales- diesen por supuesto que el islamismo radical es la fuente de todos los crímenes y todas las matanzas. La tesis de la «autorradicalización express» permite encajar cualquier locura en un esquema de interpretación general que, en realidad, reproduce y refuerza la existencia del yihadismo. Todas las partes trabajan para el Estado Islámico: los «radicales» que actuan en su nombre y los gobiernos que les atribuyen, a veces contra toda evidencia, sus acciones criminales. Esta polarización teológica -una guerra sin fronteras entre un mal homogéneo y un bien que sólo se reconoce a sí mismo frente al mal- va tejiendo una red cada vez más extensa en la que, a través de la dependencia mediática, se impone la lógica del potlach o del record deportivo: cada nueva matanza tiene que introducir algún «valor adicional» que la haga visible y provoque una reacción igualmente «superior». Hay que matar cada vez más gente y de forma más indiscriminada; y hay que reaccionar de un modo cada vez más radical frente a la radicalidad adversa. De un lado y de otro, todo es propaganda. Pero esa propaganda necesita muertos reales, bombardeos reales y leyes reales que debilitan la democracia y el Estado de Derecho. El Estado Islámico, en el centro de esta gigantesca tela de araña, se frota las manos satisfecho. Ni el viejo Fumanchú cinematográfico contó con publicistas tan eficaces y complacientes.
La segunda observación tiene que ver con la «radicalidad». Recordemos una vez más el gran número de víctimas musulmanas en Niza; recordemos que la mayor parte de las víctimas de Daech en todo el mundo son musulmanas. Recordemos que la mayor parte de los que lo combaten también lo son. Recordemos, como insiste Ramzy Baroud, que el Estado Islámico es un fenómeno del islam periférico; y que si tiene uno de sus centros de máxima actividad europea en Francia se debe a que en este país, en términos culturales, económicos y sociales, aún no ha terminado «la guerra de Argelia». Recordemos asímismo una reciente encuesta del Instituo Adenauer que demuestra que los ciudadanos del norte de Africa dan una enorme importancia a la religión y, al mismo tiempo, están completamente en contra del ISIS. Los mismos datos sirven para los musulmanes europeos. Como no deja de repetir Olivier Roy, una de los más reputados especialistas, no hay ninguna «comunidad» musulmana: los radicales belgas o franceses surgen de una ruptura interna con el islam de los mayores y, si se quiere, de una radicalización anti-islámica denunciada por las propias familias. El islam, como cualquier otra religión, des-radicaliza a sus fieles, por lo que para radicalizarlos -lo sabe muy bien el ISIS- hay que desislamizarlos. La paradoja, sobre la que llama la atención Raphaël Liogier, es que nos encontramos ante un islamismo sin islam. El acuerdo tácito entre el ISIS y los gobiernos para disolver toda forma de violencia en el Estado Islámico y asociar su violencia a la raíz del islam extiende la sospecha -de potencial radicalización express- al conjunto de la minoría musulmana europea, que asume así la consistencia de una «comunidad negativa» segregada del cuerpo de la nación. La islamofobia juega a favor del ISIS y en contra de la democracia y el Estado de Derecho, los únicos valores «europeos» que todos deberíamos defender.
La tercera observación, derivada de la anterior, es que la guerra antiterrorista, planteada en estos términos, no sólo está condenada al fracaso sino que coopera objetivamente con el fenómeno terrorista y la fecundación de «lobos solitarios». Desde 2001, tras el 11S, EEUU y la UE (pero también Rusia, gran fertilizante de yihadismos) han repetido los mismos errores y con el mismo resultado: las intervenciones, bombardeos y apoyos a dictaduras condujeron en 2011 a una sorprendente «primavera árabe» que se oponía, al mismo tiempo, a estas políticas y a la respuesta radical yihadista de Al-Qaeda.
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