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Había una vez un joven príncipe que tenía un secreto que ni él mismo conocía: siendo un bebé, había sido embrujado por un antiguo enemigo del reino. Era un hechizo muy extraño, pues su único efecto era que conseguía enfadar al príncipe cada vez que oía una palabra secreta.
Pero aquella palabra era tan normal, y estaba tan bien elegida, que siempre había alguien que la decía. Así que el príncipe creció con fama de enfadarse muy fácilmente, sin que nadie llegara nunca a sospechar nada.
Lo malo es que, como le pasa a todo el mundo, cuando se enfadaba terminaba metiendo la pata. Gritaba o hacía lo primero que se le venía a la cabeza, que casi siempre era la peor de las ideas. Y eso, en alguien que mandaba tanto, era un problema muy gordo. Sus errores causaban tantos problemas que el clamor de los habitantes del reino se elevó con tal fuerza que… ¡salió de su propio cuento! y un montón de diminutos personajes acabaron discutiendo con el escritor de aquella historia.
- ¿A quién se le ocurre ponernos un príncipe así? ¡Con lo bien que vivíamos antes!
- ¡Esto es injusto!
- Este escritor no tiene corazón ¡Se va a enterar de lo que es bueno!
- Ahora sabrá lo que es vivir con alguien así… ¡vivirá en nuestro reino hasta que lo arregle!
Y, entre gritos y protestas, los personajes secuestraron al escritor para llevarlo al cuento. Allí descubrió el sorprendido escritor lo duro que era aguantar los gritos del príncipe y sus decisiones precipitadas. Porque cuanto más se equivocaba, más se enfadaba, y más volvía a equivocarse. Intentó de todo para calmarlo, pero el hechizo funcionaba perfectamente, y solo consiguió llevarse gritos y castigos.
- Menuda tontería hice inventando aquel hechizo solo porque yo estaba enfadado ese día. Si hubiera escrito las palabras secretas o la forma de anularlo, ahora podría arreglarlo todo- se dijo el escritor-. Pero ya no controlo el cuento, y mucho menos el humor del príncipe…
Y vaya si no lo hacía. Ese mismo día estaba junto al príncipe cuando le atacó su mal humor. Al buscar alguien con quien desatar su furia se fijó en el escritor y este, muerto de miedo, solo pudo recordar las palabras de un viejo hechizo de congelación de uno de sus cuentos. Al instante el príncipe quedó encerrado en un enorme bloque de hielo y rápidamente el escritor fue apresado por los guardias. Estos lo dejaron allí mismo, delante del príncipe, para que recibiera su castigo cuando el bloque se derritiera.
Pero para entonces el enfado del príncipe ya había pasado, y aquella fue la primera vez en años en que uno de sus enfados no había provocado ningún problema. El príncipe era el primero al que molestaban las tonterías que él mismo hacía cuando estaba enfadado, y se sintió feliz de haber descubierto una forma de evitarlas. Los siguientes días mantuvo al escritor a su lado para que pudiera congelarlo cuando le llegaran sus enfados, y en unas semanas él solo aprendió a controlarse para no hacer ni decir nada mientras estuviera enfadado. De esta forma consiguió acertar en sus decisiones y el reino volvió a ser un lugar próspero y feliz.