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Construir espacios de convivencia
Quienes creemos, y en nuestro credo se encuentra la convicción en el papel positivo de la religión tanto en la vida personal y familiar como social, solemos plantear su papel en la construcción de la paz y la convivencia como una cuestión exterior a la religión. Es un problema del mundo al que la religión acude en son de paz y mediación entre la partes en conflicto.
Sin embargo, en la última década, que nos ha deparado una potente vuelta de Dios a la política frente a todas las predicciones laicas sobre la secularización –“Dios vuelve a la política” fue el título de la revista Foreign Policy en 2006-, ha variado el esquema, convirtiéndose la religión en parte del conflicto social, cultural y político. Veámoslo en tres escenarios.
El choque de civilizaciones
El sociólogo norteamericano S. Huntington propuso antes del 11-S la tesis del choque de civilizaciones1 (en artículo en 1993 y en libro en 1996). Había caído el muro de Berlín en 1989 y con él la división del mundo en bloques, colectivismo socialista versus capitalismo liberal. Pero en lugar del advenimiento de la pax mundial, postuló que el escenario del conflicto geopolítico se reproduciría, a caballo de la globalización, en términos culturales, como choque de civilizaciones. Mencionaba ocho grandes civilizaciones, entre ellas la cristiano-occidental y la árabe-islámica.
En este nuevo paradigma de conflicto mundial las religiones adquieren un papel determinante, pues una religión tiene más capacidad de demarcación de una identidad que la lengua o la nacionalidad. Una persona puede compartir la nacionalidad francesa y argelina, puede hablar también árabe y francés, pero lo que no puede ser a la vez es católico y musulmán, son opciones excluyentes. Además la religión en un mundo global tiene una capacidad de representación asimismo global. Una identidad nacional argelina, marroquí o saudí quedan muy limitadas en la globalidad, pero decir “islámico” es hablar de una identidad que tiene una capacidad de representación de buena parte de África, Oriente próximo y medio y que alcanza a Indonesia, aún su diversidad interna. Hablar de Islam o de Cristianismo es hablar de identidades transnacionales, que representan del orden de 1.500 millones de personas en el mundo.
Esta teoría de alguna manera se hizo realidad en EE.UU. el 11-S y en España con el atentado del 11-M, en el que fruto del terror murieron 198 personas. En la política exterior el 11-M llevó a proponer e impulsar, frente a la tesis de la inevitabilidad del choque, la Alianza de Civilizaciones para la cooperación antiterrorista, la corrección de desigualdades económicas y el diálogo cultural entre el occidente y el mundo árabe. Hoy es un programa de la ONU, con 106 países amigos y 21 organizaciones internacionales. Veinticinco países han aprobado su Plan Nacional de AC. España fue pionera con Turquía. Un país que puede ser una referencia de islamismo democrático para las transformaciones políticas que se están produciendo en el mundo árabe. No es cierta la incompatibilidad de principio entre Islam y democracia. Indonesia, un país con 240 millones de habitantes, con un 86% de musulmanes, que es democrático, ofrece de forma multiconfesional la religión en las escuelas, también para las minorías cristiana y católica.
Acreditados diplomáticos se negaban a reconocer el papel de las religiones en la Alianza de Civilizaciones. Sin embargo, son numerosas las iniciativas que han acabado siendo organizadas en materia de antisemitismo, islamofobia y también cristianofobia –a raíz de la violencia contra las minorías cristianas en países de mayoría islámica–. En todas ellas se planteó no sólo el respeto a las minorías, sino la inclusión social y la participación política.