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Murieron más de once millones de personas. Judíos, polacos, prisioneros rusos, armenios, homosexuales y deficientes mentales, entre otros. La matanza fue organizada, planificada hasta el más mínimo detalle. Sistemática y progresiva. Todo conducía a la muerte. A una muerte anónima, violenta y degradante. A muchos de ellos, ya los habían matado mucho antes del balazo o la cámara de gas. Los nazis tenían dificultades para llamar las cosas por su nombre. O, tal vez, una gran habilidad para el eufemismo. Lo que ellos llamaban emigración acelerada, evacuación forzosa, tratamiento especial, reasentamiento, trabajo en el Este y Solución Final, eran, en realidad, otras cosas muy distintas. Significaban expulsión masiva de territorios, detenciones ilegales, campos de concentración, trabajo esclavo y, fundamentalmente, muerte. De millones de personas. Era el exterminio, la aniquilación premeditada y organizada de un pueblo.
Los modos de asesinar eran variados y los fueron optimizando con el correr del tiempo. Al principio, los fusilamientos y las muertes por inanición o enfermedades producidas por el hacinamiento en los guetos. Luego el camión con la manguera que enviaba el monóxido de carbono hacia la caja sellada, atestada de judíos. Después los lager, las cámaras de gas, los hornos crematorios. El cambio de métodos tuvo dos causas fundamentales. La primera fue la de no afectar la moral de las tropas. Las matanzas de Europa del Este, con los soldados disparando en la nuca, a centímetros de distancia de las víctimas indefensas, las fosas llenas de cadáveres amontonados, minaban la moral de los SS. La segunda era ahorrar material bélico y tiempo. El gas, el Zyklon B, abarataba y aceleraba los asesinatos. Los crímenes atroces. Lo abyecto. Bajo un orden burocrático absoluto.