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"Viracocha, que había ahuyentado a las tinieblas, ordenó al sol que enviara una hija y un hijo a la tierra, para iluminar a los ciegos el camino.
Los hijos del sol llegaron a las orillas del lago Titicaca y emprendieron viaje por las quebradas de la cordillera. Traían un bastón. En el lugar donde se hundiera al primer golpe, fundarían el nuevo reino. Desde el trono actuarían como su padre, que da la luz, la claridad y el calor, derrama lluvia y rocío, empuja las cosechas, multiplica las manadas y no deja día sin visitar el mundo.
Por todas partes intentaron clavar el bastón de oro. La tierra lo rebotaba y ellos seguían buscando. Escalaron cumbres y atravesaron correntadas y mesetas. Todo lo que sus pies tocaban se iba transformando, hacían fecundas las tierras áridas, secaban los pantanos y devolvían los ríos a sus cauces. Al alba los escoltaban las ocas, y los cóndores al atardecer.
Por fin junto al monte Wanakauri, los hijos del sol hundieron el bastón. Cuando la tierra lo tragó un arco iris se alzó en el cielo. Entonces el primero de los incas dijo a su hermana y mujer:
-Convoquemos a la gente.
Entre la cordillera y la puna, estaba el valle cubierto de matorrales. Nadie tenía casa. Las gentes vivían en agujeros y al abrigo de las rocas, comiendo raíces, y no sabían tejer el algodón y la lana para defenderse del frío.
Todos los siguieron. Todos les creyeron. Por los fulgores de las palabras y los ojos, todos supieron que los hijos del sol no estaban mintiendo, y los acompañaron hacia el lugar donde los esperaba, todavía no nacida, la gran ciudad de Cuzco".
Tomado de Eduardo Galeano, "Memoria del fuego I, Los Nacimientos".
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