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La afirmación de que las guerras fueron un enfrentamiento entre criollos y peninsulares encuentra justificación en toda una larga tradición que nos habla de un conflicto secular, agudizado con las reformas borbónicas, entre ambos grupos por la ocupación de cargos en la burocracia de la Monarquía1. Una afirmación que se suele acompañar, como prueba irrefutable de las quejas de muchos criollos, por ejemplo de Simón Bolívar, sobre que no se les permitía ocupar cargos políticos y el desplazamiento, durante toda dinastía borbónica, de los criollos en beneficio de los peninsulares. Pruebas menos irrefutables de lo que a primera vista pudiera parecer. En el caso concreto de Bolívar más parece que su familia, llegada a América a finales del siglo XVI, estuvo siempre en el poder. El desplazamiento, si es que lo hubo, fue hacia la autoridad y la riqueza. El primer Bolívar, el “quinto abuelo” como le gustaba decir al Libertador, ocupó ya diversos cargos al servicio de la Corona, no demasiado importantes, pero finalmente era un peninsular. Sus descendientes, además de acumular riquezas y enlaces familiares, no necesariamente en este orden, hasta convertirse en una de las familias más ricas y aristocráticas de Caracas, tampoco parece que se alejaran demasiado de los puestos de gobierno (regidores, alcaldes, procuradores, etc.), incluidos los más cercanos al Libertador, el padre fue coronel de milicias, su tío Esteban ministro del Tribunal de la Contaduría en Madrid y el propio Simón Bolívar era ya subteniente de milicias cuando viaja a España, muy joven, para ampliar su carrera. Viaje en el que, por cierto, a su paso por México se hospeda en casa del presidente de la Audiencia y durante su estancia en Madrid se mueve en los círculos más cercanos al rey. Es posible que los criollos estuviesen alejados del poder pero, en todo caso el vástago de los Bolívar, parece que no estarlo demasiado. Sus afirmaciones sobre que la Monarquía Católica era como un despotismo oriental, más opresivo que los de Turquía y Persia, por la marginación en que tenía a los naturales, hay que tomarla como lo que es, propaganda en tiempos de guerra.
4Habría que ser bastante más cautos, también, con respecto al desplazamiento de los criollos por los peninsulares a lo largo del siglo XVIII y a la voluntad de la Monarquía de la exclusión de aquéllos de los cargos políticos y administrativos. La construcción de un Estado moderno y centralizado empujó a los Borbones a la creación de un cuerpo de funcionarios cuya fidelidad no se viese tentada por intereses familiares, locales o de otro tipo. Algo extremadamente difícil de conseguir en una sociedad de Antiguo Régimen en la que estas fidelidades eran precisamente el centro de la vida pública y privada. Hubo, como consecuencia, una voluntad explícita de desmontar el entramado de redes políticas, sociales y económicas en las que tradicionalmente habían vivido inmersas las élites de la Monarquía, criollas y no criollas, y que pudo ser percibido por éstas como un intento de desplazamiento de sus cotos tradicionales de poder, lo que no quiere decir que fuese así. Un conflicto que tiene que ver con la modernización del Estado y con la voluntad de crear un aparato burocrático lo más desligado posible de las élites locales, no con la de excluir a las personas en función de su lugar de origen.
5El desencuentro, si es que lo hubo, surgió porque los intereses de la Monarquía y los de sus élites no tenían porque ser siempre coincidentes. Las élites locales buscaban el monopolio del poder local; la Monarquía que la alianza del poder y la riqueza no interfiriese en sus intereses. La actitud de los reformistas borbónicos no fue, en este aspecto, demasiado diferente a la de no importa qué organismo burocrático de voluntad totalizadora, si acaso más moderada. Al fin y al cabo nunca llegó a exigir el celibato a sus funcionarios, caso de la iglesia católica, o a arrancarlos de sus familias de origen, caso de los jenízaros turcos. Al margen, por supuesto, de las filias y fobias que determinados altos funcionarios pudieran tener, como parece fue el caso de José de Gálvez, ministro de Indias de 1776 a 1787, el periodo en que las reformas se dejaron sentir con mayor intensidad en la América borbónica, quien en su correspondencia particular muestra un desprecio absoluto hacia los nacidos en América. En una carta dirigida a Juan Antonio de Arteche, visitador del Perú, por ejemplo, califica a los limeños como gente “de ingenio y comprensión fácil; pero de juicio poco sólido y superficial, aunque sumamente presuntuosos […] Son de poco espíritu, tímidos y reducibles” (Citado en Brading, 2003: 40). Los estereotipos sobre el ser de las personas en función de su lugar de nacimiento no son cosa de ahora. Con estas opiniones cabe suponer que Gálvez no estuviese muy dispuesto a nombrar limeños para cargo alguno.