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La señora Prudencia Linero acababa de llegar al puerto de Nápoles. Al llegar, una señorita italiana se espanta al ver a un hombre muerto en pleno puerto, lo que llamó la atención de los pasajeros. Esa fue la primera cosa que Prudencia vio de Italia. Como el cónsul no la recogió, un taxista la llevó al hotel más decente de Nápoles. Cada piso era un hotel distinto. Prudencia no quiso quedarse en el hotel del tercero donde estaban los diecisiete ingleses, y el único libre era el del quinto. Cierto día, fue a cenar a un restaurante ubicado a poca distancia del hotel, allí se encontró con un cura yugoslavo que había estado en Bolivia. La señora Linero le preguntó si el Sumo Pontífice recibía peregrinos, el sacerdote le dijo que recibía en audiencia pública los miércoles. Pero también le dijo que no confesaba a nadie. Ella, muy entristecida, regresó al hotel, ya que ella sólo había ido a Italia con el objetivo de que el Papa le confesara. Esa fue la segunda cosa que no le gustó de Italia. De camino al hotel, ella vio varias ambulancias donde llevaban a los diecisiete ingleses que habían muerto envenenados por la comida que les sirvieron ese mismo día. Ella se sintió muy agradecida de no haber ido al hotel del tercer piso.
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