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Revoluciones de colores es el nombre colectivo que han recibido una serie de movilizaciones políticas en el espacio exsoviético llevadas a cabo contra líderes supuestamente «autoritarios» acusados de «prácticas dictatoriales» o de amañar las elecciones o de otras formas de corrupción. En ellas, los manifestantes suelen adoptar como símbolo un color específico que da nombre a su movilización. Este fenómeno surgido en Europa Oriental también tuvo posterior repercusión en Oriente Medio.
Estas protestas tienen en común el recurso a la acción directa no violenta, según sus simpatizantes, y un marcado discurso prooccidental, además de, según sus defensores, «democratizador y liberal».1 Otra coincidencia es el importante papel jugado por ciertas organizaciones no gubernamentales y organizaciones estudiantiles. El triunfo de cada uno de estos movimientos ha sido variado, pero su eco se ha hecho sentir en todo el espacio exsoviético, donde líderes como Vladímir Putin en Rusia o Alexander Lukashenko en Bielorrusia han tomado medidas preventivas para impedir su extensión.
El alcance y significado de estas revoluciones es aún debatido, así como también lo es el papel jugado por actores externos, principalmente de Estados Unidos, como la Agencia Central de Inteligencia (CIA), la Open Society Foundations, la USAID o el National Endowment for Democracy. El objetivo de estos movimientos sería propiciar cambios en estos países, tradicionalmente parte de la zona de influencia de la actual Rusia, herencia de la Unión Soviética, para que pasen a formar parte del bloque occidental (formado por los países de la OTAN y aliados), como ha sucedido en algunos de estos casos. Sin embargo, los que apoyan dichos movimientos los presentan como puramente autóctonos o incluso nacionalistas, pero sus detractores los acusan de estar manipulados y maximizan la importancia de los agentes externos.
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