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Desde los comienzos del sindicalismo moderno mexicano en la década de 1860, los líderes del trabajo organizado han sido cortejados, alabados, amenazados, apoyados y eliminados por gobiernos intervencionistas en busca de estabilidad social y política. Desde 1865, una de las divisiones fundamentales entre los líderes radicales y conservadores ha sido la relación del movimiento obrero con el Estado. Tradicionalmente ambos lados han acentuado la importancia de un movimiento sindical independiente, pero los moderados siempre han invitado la intervención del Estado, han apoyado activamente a los candidatos presidenciales y han acudido abiertamente al gobierno como la última esperanza en sus conflictos con los patrones. Por los general, pero no siempre, los obreros más radicales rechazaron la intervención del gobierno, se rehusaron a participar en las elecciones, consideraron al Estado como un “agente de la burguesía”, y apelaron a la “lucha de clases” y a la “revolución social” para crear una sociedad controlada por los trabajadores.
La interacción del trabajo organizado con el Estado comenzó en 1867, poco tiempo después de la derrota de Maximiliano y el regreso al poder del gobierno liberal conducido por Benito Juárez. Los liberales que gobernaron entonces al país incluían a los líderes de los artesanos Epifanio Romero y Juan Cano. Esta pareja apoyaba un pequeño movimiento basado en los obreros artesanales y en los gremios más antiguos de artesanos, que pugnaba por el seguro de vida y de incapacidad que apoyaban las “sociedades mutualistas”. Sin embargo, encontraron que un consejo central de trabajadores para los artesanos y los obreros de las fábricas ya había sido organizado por radicales y anarquistas conducidos por Santiago Villanueva, quien sostenía las doctrinas revolucionarias y anticapitalistas de Pierre Joseph Proudhon y Charles Fourier. Los radi
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